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En los años sesenta del siglo pasado, la República de Nauru, una pequeña isla del Pacífico de apenas veintiún kilómetros cuadrados, recibió un regalo de los dioses: los yacimientos de fosfato. Este abono natural utilizado en la industria agrícola pronto se convirtió en un valioso recurso. Comenzó su exportación a los países vecinos y, especialmente, a Australia. Cada año que transcurría las arcas del Estado se llenaban con 120 millones de dólares. Los ciudadanos dejaron de trabajar. No les hacía falta. El Gobierno repartía los generosos beneficios entre sus apenas 11.000 habitantes y les incitaba a un estilo de vida desaforado. Dejó de exigirse el pago de impuestos. Cuenta la leyenda que cada familia disponía de al menos siete coches. Cuando se pinchaba una rueda o se averiaba el motor, los nauruanos compraban uno nuevo. Se creó una aerolínea estatal con vuelos a Japón, Australia y Nueva Zelanda. Se apadrinaban obras de teatro en el extranjero que resultaban ser un absoluto fracaso. Existía la sensación de que nada podía suceder. El dinero manaba a borbotones. Sin embargo, en los años noventa, la extracción masiva del mineral había agotado prácticamente las reservas lo que unido a la caída de la demanda internacional provocaron la bancarrota. Durante veinte años, nadie pensó en un modelo alternativo al fosfato. La corrupción, la falta de planificación económica y el despilfarro convirtieron la remota isla que en otro tiempo había disfrutado de un elevadísimo nivel de vida en un trozo de tierra devastado por la explotación de las minas que navegaba a la deriva por el Pacífico. Fue entonces cuando descubrieron una nueva salida a su situación desesperada: convertirse en un paraíso fiscal. En el año 1998 los bancos de Nauru recibieron la suma de 70.000 millones de dólares en divisas procedentes, al parecer, del crimen organizado de Rusia. Mientras ocurría aquello, muchos rusos estaban vendiendo por unos pocos rublos sus libros o prendas de vestir más nuevas porque el Estado o las grandes empresas privatizadas carecían de dinero para pagarles el salario o la pensión. La opacidad del sistema financiero facilitó que el dinero fluyera desde Rusia hasta la remota isla del Pacífico más rápido que el fosfato que años atrás les había convertido en un pueblo con futuro.

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La historia de Nauru demuestra hasta qué punto un país puede perder el rumbo si no sabe aprovechar sus recursos. Los millones de dólares acumulados a lo largo de veinte años podrían haber transformado la pequeña isla en un referente de desarrollo económico inteligente que buscara el mayor bienestar de sus ciudadanos y una cierta estabilidad para las generaciones futuras. ¿Por qué los gobernantes y ciudadanos no aprovecharon la situación para construir una sociedad más próspera, justa y equitativa? Quizá la respuesta se encuentre en la ausencia de un 'buen gobierno'. En efecto, la toma de decisiones en la esfera pública exige el cumplimiento de una serie de requisitos. En primer lugar, es necesaria la participación directa o a través de representantes legítimos de una sociedad civil bien organizada en la que exista libertad de expresión. En segundo lugar, debe existir un marco legal claro, respetuoso con los derechos humanos y un Poder Judicial independiente que asegure el cumplimiento de la ley. En tercer lugar, el proceso requiere transparencia de tal manera que la información sea comprensible y esté a disposición de todas las personas interesadas. En cuarto lugar, debe existir un marco de responsabilidad de todos los grupos de interés que intervienen en la toma de decisiones. En quinto lugar, debe fomentarse la mediación entre los diferentes sectores de la sociedad para alcanzar un amplio consenso. En quinto lugar, el proceso debe ser equitativo para que los más necesitados tengan la oportunidad de plantear sus necesidades específicas. Y, finalmente, se debe promover la eficacia de tal manera que las instituciones alcancen acuerdos en un tiempo razonable con la mejor utilización de los recursos disponibles.

Gobernar es una tarea difícil. Requiere tomar decisiones que no van a ser compartidas por toda la población. Significa renunciar a convicciones personales para lograr acuerdos que pretenden una mejora del bienestar social. El caso de Nauru demuestra hasta qué punto la falta de un 'buen gobierno' puede llevar a la catástrofe. Es cierto que los gobernantes tienen una gran responsabilidad. Sin embargo, no debemos olvidar que el 'buen gobierno' exige la participación de todos para construir un futuro esperanzador. Ya lo decía el escritor alemán del siglo XIX Ludwig Börne: «Los gobiernos son velas; el pueblo, el viento; el Estado, la nave; y el tiempo, el mar».