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Una de las mejores cosas que tiene irse de viaje es el hecho de regresar a casa. La sensación de tranquilidad que te invade cuando ves que tu destino se va acercando cada vez más se incrementa de una forma directamente proporcional al lugar elegido de viaje. A mayor número de kilómetros, mejor te sientes al volver. Porque por mucho que se diga no hay lugar mejor que el hogar.

El final de unas vacaciones tiene algunos peros como el hecho de toparse, de nuevo, con la rutina y tener que enfrentarse a esos horarios que rigen nuestro día a día. En mi caso, no lo negaré, he llegado a perder la noción del tiempo varias jornadas sin saber si estábamos a martes, a miércoles o a jueves. No porque haya hecho un montón de cosas increíbles sino porque el cuerpo asume unos biorritmos muy primarios cuando se está de vacaciones que se resumen así: «Como cuando tengo hambre y duermo cuando estoy cansado».

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Pasarse una semana perdido en una isla sin internet apenas es maravilloso, no lo negaré, pero para ello tienes que irte lejos, alejarte más del hogar, incrementar la distancia de regreso… Todo aquello que en la ida parece bueno y emocionante se paga a la hora de la vuelta. Esa escala a medio camino de algunas horas que crees que te permitirá disfrutar de una pincelada de una nueva ciudad se vuelve en un puñado de horas muertas en el aeropuerto sin fuerzas para nada. Todo ello, como te decía, hace que las ganas de llegar al hogar crezcan.
Seas un viajero de fin de semana, un habitual de las escapadas de diez días, un aventurero de mes y pico o una especie de Willy Fogg cargado de experiencia, en ningún sitio te sientes como en tu casa. No tienes que negociar ningún precio, entiendes lo que te dice la gente que está a tu alrededor y sabes, o al menos intuyes con un alto grado de acierto, qué alimentos hay en el plato que te estás a punto de comer. Y eso, aunque no te lo pueda parecer, es un privilegio cuando estás en un bar de mala muerte en mitad de ninguna parte y el tabernero ni sabe inglés ni tiene demasiado interés en entenderte y te sirve lo que le viene bien.

Pero es cuando regresamos que se incrementa la animadversión a la rutina, cuando tememos vernos presos de nuevo del reloj y de las obligaciones, olvidando quizás que somos exactamente las mismas personas que una semana atrás no sabían ni qué día era… Puede que el problema no está en lo lejos que nos marchamos sino en la razón por la que lo hacemos.