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VIERNES, 30

Me aburre y me deprime el asunto del topónimo de mi ciudad natal, zarandeado por el sectarismo y el fundamentalismo leguleyo. Los mismos que acusan al gobierno central de atrincherarse en las leyes para no ofrecer soluciones en la cuestión catalana, no dudan en aferrarse a la ley (normalización lingüística en este caso) para imponer la exclusividad del topónimo catalán a una ciudadanía que en una parte también significativa prefiere la cooficialidad con el topónimo castellano, como ocurre por ejemplo en Euskadi (Donosti/San Sebastián, Vitoria/Gasteiz, Bilbo/Bilbao), fórmula que respeta e integra ambas sensibilidades… Parece el día de la marmota.

SÁBADO, 31

Aparece Inés vestida de diablillo hablando de jalouin y me amenaza con una gran actividad fantasmagórica esta noche, precisamente en casa. Empiezo a temblar y no de miedo escénico sino por la posibilidad nada remota de que la colonización cultural norteamericana no me deje concentrar en el partido del Barça, ahora que, en plena conspiración en contra, tanto me necesita (el Barça más que la niña, ella siempre está contenta). Al final entre unas cosas y otras consigo descansar del tema de los temas y el Barça gana con autoridad. Bienvenido pues Halloween.

DOMINGO, 1

Ahíto de buñuelos identitarios, dedico la hora de los correspondientes regüeldos (rots, también identitarios, para entendernos) al problema catalán que ahora tras la insólita y demencial machada del Parlament de Catalunya, es ya un auténtico desafío o un órdago que, en lenguaje del mus, es un envite del resto, o un pase de gol a Rajoy según se mire. Porque eso y no otra cosa es lo que han planteado los diputados catalanes, una enmienda a la totalidad y por las bravas mientras los partidos llamados a sí mismos constitucionalistas forman un frente a favor de la unidad (indestructible, dicen) de España. Y así estamos, entre dos fuegos y sin posibilidades aparentes de tender algún tipo de puente.

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Pienso, y lo he escrito también en otros medios, que este asunto debió reconducirse políticamente hace mucho tiempo, en vez de atizar el fuego como se hizo irresponsablemente en el asunto del Estatut porque, por muy conveniente y razonable que sea la unidad de España, que posiblemente lo sea, no puede ignorarse la voluntad de una parte significativa de la ciudadanía de una comunidad constituida democráticamente, ni responderle una y otra vez como el torero, «lo que no puede ser no puede ser y además es imposible», atizando una Constitución pétrea e inamovible. Las leyes están hechas para el hombre y no al revés, parece un principio también razonable, como han demostrado canadienses y británicos.

No se adoptó ninguna de las soluciones políticas de esos países, se ha dejado pudrir el problema y hoy nos encontramos con el esperpento de una inminente declaración unilateral de independencia y la amenaza cada vez más real de la intervención de la autonomía catalana, lo cual satisfaría a determinados sectores, siempre sedientos de soluciones hormonales, pero no conseguiría otra cosa que enconar el problema. En fin, un horror que solo podría atemperarse con una tregua en el que la nueva correlación de fuerzas debería calmar los inflamados ánimos independentistas y explorar, a medio plazo, alguna solución más allá del muy racial «ni hablar», que está bien para cuestiones de fe, pero no para la política que al fin y al cabo es el arte de lo posible.

LUNES 2

Festivo y sin playa ni fútbol: ideal para desengrasar con la última entrega de Astérix (otro de mis ritos ancestrales junto con la película anual de Woody Allen), que tras unos números un tanto alocados y surrealistas, vuelve a las sutilezas iniciales sobre asuntos terrenales, esta vez con un remedo de Julian Assange que espía y denuncia las censuradas memorias del César (en las que obviamente no figuran ciertos humillantes episodios en una conocida aldea gala) y acaba refugiándose en el díscolo e irreductible poblado galo. «Asterix y el papiro del César»: una delicia. Como la película «El becario» que sin alardes -al fin y al cabo es una comedia comercial-, destila una substancia agradable que viene muy bien en estos tiempos de zozobra, con un Robert de Niro más contenido (con menos muecas) y acertado que en sus últimas apariciones y una Anne Hathaway cuyos ojazos llenan por si solos la pantalla. Muy recomendable para olvidarse de marmotas, flatulencias nacionalistas y unidades sagradas de la patria.