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Nos despertamos al son de las campanas de Liubliana (desisto del empeño de escribir el nombre de la ciudad con todas sus consonantes), que suenan, no puede ser de otra manera, a música celestial y a magdalena de la abuela, como el castillo que nos observa desde la colina con los campanarios a sus pies. La ciudad parece sacada de otra época, con su ritmo sosegado, su río de aguas limpias y tranquilas ribeteado de terrazas y paseantes, su multitud de bicicletas (cuidado con ellas, hay que andar con cuatro ojos porque irrumpen por todos lados), y con su acreditado puente triple que es el nudo gordiano de una ciudad provinciana, continental, de evocación austrohúngara, obra de una de sus glorias nacionales, el arquitecto Joze Plecknic.

Es casi como un viaje al pasado, lejos del turismo de garrafón y selfies que infesta el globo terráqueo, un «sí lugar» en vez de esos «no lugares» de multinacionales y franquicias (aunque Zara haberla, hayla, y bien que nos va a los huérfanos de maleta), idénticos aquí como en Singapur. La vida en Liubliana fluye pausada, lentamente, la gente no está (tan) enfrascada en sus artilugios digitales, sino que parece observar, complacida, el devenir de la ciudad y sus gentes, disfrutando de la pausa, las conversaciones y la música callejera. Liubliana (o como diantres se escriba) es un oasis de placitas, campanarios, callejuelas empedradas y restaurantes con pedigrí donde dar buena cuenta de un suculento goulash precedido de una ensalada de omeprazol.

Un joven guía esloveno con buen dominio del castellano (rara avis, aquí todo funciona en esloveno e inglés), nos pasea a pie por la ciudad explicándonos su perfil histórico, sus reminiscencias romanas, su resistencia a los turcos, sus terremotos, el último en 1895 que obligó a reconstruir la ciudad, su ocupación por los alemanes que la cercaron con alambre de espino (hoy veo en la televisión las alambradas de Hungría, quo vadis, Europa), su posterior integración en el llamado bloque del este como capital de la República Socialista de Eslovenia y su independencia en 1991 con pocos rasguños de una guerra que solo la rozó durante unos pocos días. Detecto en el guía una cierta añoranza del mariscal Tito que mantuvo unida a la hoy extinta Yugoeslavia donde, nos dice, las distintas etnias se mezclaban sin problemas al tiempo que se mantenía un escrupuloso respeto por las peculiaridades lingüístico-culturales eslovenas.

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Subimos al castillo y su atalaya para contemplar el espléndido panorama de puentes y campanarios con su ancestral ding dong, bicicletas (peligrosillas para el viandante, insisto) con amazonas rubias, altas, bellísimas y poca o nula biodiversidad, no se ven inmigrantes, seguramente por el escaso atractivo económico de un país pequeño que trata de sobrevivir en la selva globalizada después de su experiencia socialista. Eslovenia parece una reserva de gentes rubias, afables y pacíficas. Veremos si son capaces de resistir la actual oleada migratoria, prueba de fuego para esta Europa siempre balbuceante…

Visitamos, entre Lubliana y Piran, el castillo de Predjama que parece clavado con chinchetas en la espectacular cara pétrea de la montaña, donde según la leyenda el barón Luegger, especie de Robin Hood que tomaba el pelo a los Haubsburgo y al que solo pudo derrotar la traición de un sirviente felón que reveló al enemigo las costumbres evacuatorias del barón y fue bombardeado en la parte más frágil del castillo, el baño (una muerte bien poco heroica, pobre diablo). Tampoco se puede obviar en Eslovenia la visita a las cuevas de Postojna un colosal complejo de grandiosas grutas tapizadas de estalactitas y estalagmitas que adquieren formas espectrales, quizá el lugar turístico más visitado de Europa, al que se accede a través de un trenecito (sin banderas) y al que conviene acudir debidamente abrigado.

Preparamos la última etapa del viaje no sin comprobar en la prensa digital (no hay forma de hacerse con un periódico de papel español), la efervescencia del prucés, con intervenciones de mandatarios extranjeros en contra de disgregaciones. Y es que como escribía el sociólogo Castells hace unos días, hay dos asuntos que no se pueden votar en nuestro país, la existencia de Dios y la unidad de España. Será eso.