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Todos asumimos que existe cierto grado de crueldad en las aulas, empieza temprano, cuando somos niños. Eso es así ahora y ha sido así siempre. Si eres más alto o más bajo, si llevas gafas o eres gordo, si tienes un nombre que suena raro o gracioso para el graciosillo de turno, si eres de la tribu o de fuera..., cualquier cosa puede convertirte en diana de burlas en una clase. Tiene su parte positiva. Es como cuando un crío pequeño en sus primeros años de guardería atrapa todos los resfriados, porque se expone por primera vez a los virus, y eso, pasado el tiempo, fortalecerá su cuerpo. Pues con las gracietas, las que son como dardos dirigidos a ridiculizarte, a reirse de ti más que contigo, pasa igual, y no solo en el 'cole' sino en la vida. Te generan defensas y endurecen, aprendes a esquivarlos y a devolverlos, y si eso falla, pues a cortar por lo sano. En Secundaria, con las hormonas a flor de piel y los conflictos de identidad de la adolescencia, cuando más que nunca quieres ser aceptado, parecerte al que más mola, llevar la ropa que lleva todo el mundo y tener el aspecto que marca la moda o el contexto social, la situación puede ser un polvorín.

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Recientemente se ha denunciado en un instituto de Ciutadella un caso en el que parece que los roces normales han ido más allá de esa impiedad por la que todos alguna vez hemos pasado. Es difícil para el profesorado trazar la fina frontera y trabajar con la diversidad que existe hoy en la sociedad. Pero las autoridades deben apoyarles y no pasar por alto señales, para evitar lamentaciones futuras. Este chaval, de origen magrebí nacido en Menorca, hace toda una advertencia cuando expresa sus sentimientos alternos de tristeza y de rabia hacia todo lo que le rodea y admite haber renegado de sus raíces porque quería ser uno más. Ante cualquier luz roja, y con respeto a la equidad, la burocracia debería flexibilizarse.