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A mí el agosto me supera por momentos. Soy uno de esos tantos menorquines a los que la llegada masiva y concentrada de turistas en el octavo mes del año le acarrea un buen puñado de dolores de cabeza. Entiendo que muchos viven por, para y del turismo pero algunas situaciones me exasperan y me obligan a preguntarme: ¿Acertamos con lo que tenemos?

Tengo la sensación de que el mensaje de que la Isla necesita más y más turistas está mal enfocado. En ocasiones cambiaría personas por turistas. Alguno podrá sentirse ofendido si generalizo pero cada vez tengo más claro que existen, como mínimo, dos tipos de visitantes: el turista y la persona. Porque, ¿de qué sirve que lleguen 200.000 individuos a Menorca si su impacto condiciona el presente y, lo que es más importante, el futuro de sa roqueta?

Para mí el turista es aquel que desembarca en Menorca como podría haberlo hecho en Túnez o en el Caribe. Que le importa lo más mínimo el destino mientras sus cuotas de playa, paella y sangría estén cubiertas. A los que cuando se tumban al sol ni les va ni les viene aquello que les rodea. Hablo, por ejemplo, de los que convierten su visita a las playas en una guarrada dejando basura y colillas a su paso. Ni les importa ni les quiere importar.

Son, también, aquellos que en lugar de fijarse como objetivo el hecho de descubrir el destino se obcecan en ir tirando. Aquel que limita su visita a sobrevivir a base de la pulsera del todo incluido pasando casi de puntillas por la cultura, la gastronomía y todo lo demás que pueda ofrecer la Isla. Eso si, nutren sus perfiles en las redes sociales con fotografías donde el mérito está en el entorno y no en el autor.

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Las personas, por ejemplo, son aquellas que cuando ven la basura que ha dejado el turista –y más de un autóctono- no les importa recogerla, aunque no sea suya, porque entienden que el hecho de haber podido visitar la Isla es ya de por si un privilegio. Son las que se preocupan por conocer todo cuanto les rodea para que al marcharse no les invada la nostalgia de «¿He aprovechado el viaje al máximo?». Y para evitar meteduras de pata antológicas como la que presencié una noche en un restaurante en el puerto de Maó donde una madrileña aseguraba que «en las fiestas de San Jaime los caballos al acabar el jaleo se tiran al agua en el puerto para combatir el calor». True story.

La persona antepone el sentido común al egoísmo, elude la aglomeración en la arena y si ve que no hay sitio, no invade. Si su crío grita, patalea y provoca escándalo en una playa no le deja impune que siga haciendo su estruendo ni mucho menos se une al concierto vociferando más alto y más basto para que el muchacho deje de berrear.

Al turista le habrá sentado mal esta columna y a la persona, sencillamente, le habrá sorprendido.

dgelabertpetrus@gmail.com