Estos días se habla de la presión humana en Menorca. Uno de esos conceptos que los medios de comunicación repiten hasta que se cuelan en las conversaciones callejeras y conviven plácidamente con las olas de calor y demás daños colaterales. Cada vez que leo o escucho lo del indicador de la presión humana en Menorca (al borde de su capacidad, en este mes de agosto) noto cómo me va faltando el aire. Miro desconfiada a la gente de mi alrededor: ¿quién sobra? Duelos al alba por una plaza de aparcamiento. Trato enseguida de buscar el horizonte: veo tierra virgen (qué suerte) y respiro hondo: aún hay esperanza.
Hablan de la presión humana y es que nos reunimos estos días 200.000 personas (la línea roja: el límite de humanos antes de poner en riesgo, dicen, el equilibrio de esta Reserva de la Biosfera). Parece, sin embargo, que la cosa (la aglomeración) haya ocurrido por arte de magia. Hablan de los italianos, que este año son más: buscar a un culpable cualquiera. Es como si unas cuantas decenas de miles de refugiados, ávidos de aguas cristalinas y selfies, hubieran desembarcado/aterrizado en Menorca (en Balears, en general) en busca de asilo, repentinamente y para sorpresa de los que aquí gestionan los servicios y las infraestructuras. Como si nadie supiera de su llegada (previsión de vuelos, billetes, reservas hoteleras, alquileres de coches, etc.) y como si nadie los hubiera ido a buscar o peor: como si nadie los necesitara. Una invasión silenciosa, una plaga, vamos.
El término presión humana, útil sociológicamente, está cargado de significado en el lenguaje común y se convierte en uno de esos recursos rápidos que se ha de mirar con recelo. Exculpa a todo el mundo de que aquello suceda (no hay nadie detrás: es solo la presión la que aumenta o disminuye), exime de responsabilidades a toda la comunidad: como también libera el fuego amigo, la flexibilidad de la plantilla, el reajuste de precios, el crecimiento negativo y el resto de eufemismos que hemos incorporado de oído en este tiempo en el que los medios crean una realidad neutra y sin sujeto en la oración. Las cosas suceden y punto. Como este artículo, escrito a vuela pluma y (que nadie lo olvide) bajo una enorme presión (humana).
Uno de los usos más graves de este lenguaje que enmascara la realidad es el que se refiere a la violencia machista (la gran lacra con la que convivimos mirando para otro lado); al feminicidio y a los números aterradores de mujeres asesinadas en todo el mundo por sus maridos/novios/exmaridos/exnovios. Solo hablando de España, desde 2003 (año en el que se empezaron a recoger las estadísticas oficialmente), han sido 800 seres humanos de sexo femenino despedazados, quemados, acuchillados, asfixiados, ahorcados, tiroteados por sus parejas o exparejas, casi siempre después de un tiempo de acoso, humillación, persecución, miedo y angustia. Una mujer cada dos días aniquilada en España. Y son/somos más, porque hay asesinatos de género que no cuentan como tal, como en el caso de Cuenca: la difunta Laura del Hoyo (de 26 años), presuntamente asesinada por Sergio Morate (de unos 30 años), ex pareja de su amiga, también asesinada, Marina Okarynska (de 24 años), no será considerada víctima de violencia machista porque «no hay vínculo sentimental con el asesino». Tampoco cuentan todos los niños que se lleva por delante este terrorismo doméstico: en lo que va de 2015 al menos ocho menores han sido asesinados por sus padres asesinos o por las asesinas parejas y exparejas de sus madres. En este ámbito, el lenguaje de los medios genera muchas veces una distancia entre la realidad y las mujeres que «mueren a manos de», son «halladas muertas» o son «cuerpos» que «aparecen sin vida»". Como si tampoco hubiera nadie detrás (ni siquiera presuntamente) ni existiera un sistema patriarcal que no corrige sus trastornos legales, estructurales y educacionales para frenar la masacre. Otras veces, en lugar de omitir el sujeto, los titulares convierten a la mujer en la que realiza la acción de forma pasiva: «Una joven muere abrasada con gasolina por su expareja» o «Una mujer muere tras ser arrojada de un vehículo en marcha por su marido». Son caminos peligrosos y cómplices, muchas veces emprendidos de forma inconsciente, muchas veces repitiendo un patrón que nos han inculcado desde la infancia y al que servimos de altavoz a la hora de informar.
Las palabras (y su orden) también construyen (y modifican) la realidad: hay que pensar dos veces. Y también las palabras pueden elegir el camino opuesto, es decir, desandar los pasos erróneos y hacer de los asesinos lo que son.