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Opinar, como en casi todos los trabajos, tiene sus días buenos y sus días malos. Ocasiones en las que te gustaría regalarle al lector una suerte de monólogo en el que se fuera partiéndose de la risa a cada línea que pasa, que pensara «qué tío más simpático» y otras cosas así. Pero a estas columnas las suele teñir la realidad y ésta la mayoría de las veces no lo tiene como nos gustaría.

La historia de Marina lamentablemente comparte introducción, nudo, desenlace y epílogo con la de miles de mujeres y de hombres. Amor que muta en odio, caricias que se tornan golpes, piropos que el tiempo gasta y envenena hasta transformarlos en insultos. La alegría se oxida hasta el punto de ahogarse en un mar de lágrimas y sollozos que el miedo al qué dirán y la propia sociedad se encargan de minimizarlo. «Un golpe no es nada, él o ella todavía te quiere». Y golpe a golpe se lapida una vida.

Marina quiso a Sergio e imagino que viceversa. De la nada floreció el amor, la ilusión, la felicidad pero quiso el odio marchitarlo todo. Sucedió, esta vez, en Cuenca como ya ha ocurrido en tantos sitios y, lo que es peor, pasará en tantos otros. Marina, recopiló todo el coraje que pudo y plantó cara, le dijo a su asesino en vida que aquello se había terminado. Y se largó dando un portazo no solo a aquel hogar que habían compartido sino a recuerdos, vivencias y algunas posesiones.

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Fueron aquellos bienes materiales los que hicieron a Marina regresar a la oscura mazmorra que algún día fue un hogar. El miedo a las represalias propiciaron que su amiga Laura se ofreciera a acompañarla para no dejarla sola ante la bestia, para que plantase cara a aquel animal que le consumía la vida. No quiso abandonarla en el que quizás era el peor momento de su vida. Y esa amistad le costó el precio más caro. A las dos. Sin contemplaciones. Sin margen para la piedad. Sin el amparo de «la maté en un lance fortuito, sin querer, un accidente». No se dan dos accidentes de este tipo. Apesta a alevosía.

Ahora circularán un carrusel de informes y de investigaciones para determinar qué falló, que manija de Papá Estado no estuvo a la altura para salvarle la vida a las dos jóvenes. Qué error garrafal propició que ese grandísimo hijo de puta, supuesto claro, no se estuviera pudriendo en la cárcel aquel fatídico día. Y asentiremos alicaídos, se nos llenarán de palabras igual de contundentes que volátiles. Gritaremos al viento «Ni una más» y el viento se las llevará para no volver hasta la siguiente muerte. Sin saber que muchas de las personas que sufren violencia de género ya están muertas, son muertas en vida encalladas a un sinfín de agonía.

dgelabertpetrus@gmail.com