El primer año que llegué a Menorca, lo que se me daba mal eran las despedidas. No entendía que las personas vinieran a probar suerte laboral, o tuvieran una estancia con fecha de retorno a su lugar de origen. Haces amistad con esas personas de profesiones de ida y vuelta, como periodistas, maestros, médicos, y gente que deja de estar enamorada de la Isla cuando llega el frío y la tramontana. Hace siete años se marchaban cuando muchos establecimientos bajaban la persiana.
Por suerte ya no cierran tantos negocios, esto ya ha cambiado, pues la tristeza era máxima: poblaciones solitarias sin amigos. Me pasó con un amigo, David Ll. Comenzamos los dos en Televisió Menorquina. Era y es de Valencia, íbamos juntos al trabajo andando, hasta que él se trajo el coche. Por aquel entonces vivía encima de la Pastelería Vallés. Y de ahí, juntos, andandito hasta POIMA. ¡Y tan alegres!. Salíamos juntos a explorar alguna cala, compartimos tardes de bocadillos. Conocí a su novia mallorquina. Fue un gran compañero laboral. Le eché mucho de menos. Se fue a Palma de Mallorca a vivir. No me lo podía creer, aquel amigo pelirrojo que igual hablaba valenciano, que catalán, que mallorquín o menorquín. Tenía habilidad en poner el acento adecuado. Era y es un amante de la lengua, en una isla de mucho valenciano emigrante.
Y llegó a Menorca, el obispo Salvador Giménez. También de la Terreta. Estos últimos años con el obispo han sido de bonita relación y comunicación. Ya cuentas con un caer bien cuando eres de la misma tierra, y ni te cuento cuando compartes momentos de espera en el aeropuerto para ir al mismo destino, y acompañarle hasta su casa. Siempre ha sido un placer compartir con él una conversación amable. No verle más recibiendo a los caballos de la qualcada por Sant Joan en la ermita me entristece. Es el momento de decir hasta luego a un hombre sencillo, austero, tenaz, trabajador, comunicativo y grande de corazón. Nunca pensé tener un amigo obispo. Y es que nunca estamos preparados para que alguien se marche, siempre es una sorpresa la despedida. Dejan vacío aquellas personas que realmente han estado presentes en la sociedad, y han aportado algo personal por lo que vale la pena recordarles. Te entristecen las despedidas, te guardas los buenos recuerdos y das paso a nuevas personas, porque nunca sabes quién llegará a tocarte el corazón con el dedo.