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Tal vez todo comenzara con el café instantáneo de sobre. O con esos polvos que, con agua, se mudaban en naranjada. Los que, por económicos, consumían niños de posguerra tardía. El sabor –inexistente- se suplía entonces con la imaginación, como se suplían tantas otras cosas... Y esa inmediatez fue penetrando en vuestras vidas: lo precocinado, el microondas y un largo etcétera la hicieron factible. ¿Comodidad? ¿Pragmatismo? Y, de esta guisa, se perdió, hasta cierto punto, el sabor, la artesanía y, si te apuran, el rito. Entusiasmados, os apuntasteis a lo rápido sin tener en cuenta lo que dejabais en el camino... Puede que la sensatez.

Cocinar, a la postre, no es algo distinto a escribir y, por tanto, a pensar... Casi nadie pierde hoy horas en la preparación de un plato, como casi nadie tampoco desperdicia su tiempo en escribir una carta. Para eso ya están La sirena y los whatsapps... Ya nada sabe a nada o a casi nada... Y ya nada se dice como se decía, ni con la corrección y la belleza con la que se decía. Un O.K. basta. Por eso, cuando Pepe te dice que se las está pasando canutas, tú vas y le vomitas un emoticono triste. Y si Ana te remite una foto, le lanzas unas manos aplaudiendo... Que eso de «estimada amiga» ya no cuela y lo otro mola más. Hoy, sin ir más lejos, mientras te tomabas un café de capsulita con leche calentada en el microondas has contestado cuarenta whatsapps utilizando esos dibujitos prefabricados y aún has tenido tiempo (¿lo ven?) de poner a parir bajo apodo a un impresentable en las redes al uso. Por cierto: habrás ya mandado para entonces otro whatsapp a tu madre con un «buenos días» que te ahorrará una llamada y con el que ella sabrá que estás, por lo menos, vivo... Y tal vez hayas lanzado al aire un mensajito del que, por falta de reflexión, que no de ira, luego, probablemente, te arrepentirás. O uno, por error, a quién no debías... Por no hablar de las confusiones que la comunicación instantánea en ocasiones provoca. Como aquella de tu amigo Rafa que, tras contemplar dos ensaimadas en su Iphone, contestó: «Están buenísimas. Me las comería vivas». La respuesta la envió en el preciso momento en el que el remitente le colgaba una segunda imagen en la que aparecían esposa e hija... Y, recientemente, te resultó difícil incluso comprar sellos. ¿De qué vivirán los estancos? –te preguntaste-. Nadie escribe cartas; el tabaco es políticamente incorrecto y los sobres sirven, ya, para otras cosas... El estanquero se quedó perplejo. «¿Sellos?». Y, tras iterar la pregunta, no te quedó otra que recordarle lo que eran...

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Por eso, todavía, optas por las cartas. Porque, ajenas a la velocidad que da rienda suelta, en infinidad de ocasiones, a lo visceral, te exigen tiempo. Asedan. Pulen. Son hijas de la reflexión y de la sensatez. Pueden escribirse y reescribirse, como pueden leerse y releerse. El lenguaje, en ellas, se siente mecido. Tienen su liturgia. Son las que posibilitan el juego amoroso con las palabras y los sentimientos. En alguna de ellas la tristeza se adivina tras algunas líneas difuminadas por impertinentes lágrimas, más que por la simplicidad de un dibujo de círculo deprimido. Habrá quien incluso las besará y abrazará como no pueden abrazarse y besarse los emoticonos de los kinders... Y, al exigir razón, os exigirán paralelamente contención...

Por eso mañana te prepararás un brou ante la airada mirada de La sirena. Y saborearás el aroma que desprende la edición en papel de un diario. Y aprenderás a tomarte tiempo para comunicarte. Y para ser. Y escribirás una carta, porque te sobró un sello, esa cosa que se pega a los sobres no corruptos. E irás al buzón. Y saludarás al vecino que se quedará perplejo, porque tú tienes su whatsapp... Y cederás a la evidencia de que la felicidad o los valores éticos o la vida misma no caben en tu microondas, ni se venden en polvos, ni son instantáneos... De que requieren tiempo y urgen de sabor... El de la humanidad irrenunciable...