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En 2006 se estrenó la película «The Holiday» donde el 'chica conoce chico' de distinto país y continente, en este caso los guapérrimos protagonistas Cameron Díaz y Jude Law, vivían su amor en una casita inglesa. La turista americana había intercambiado su mansión en Los Ángeles por la coqueta cabaña en Surrey de otra mujer. Ambas huyen una Navidad de sus respectivas vidas, de su entorno, y encuentran en esas vacaciones nuevas experiencias.

Se trasladaba así al cine, y hace ya de ello nueve años, el intercambio de casas privadas no solo como fórmula de alojamiento quizás más económica sino también como otra forma de viajar, de conocer un destino, basada en un factor fundamental: la confianza. El consumo colaborativo, como se denomina a este tipo de iniciativas, se ha abierto paso desde entonces a un ritmo imparable y crecen las plataformas en internet que se nutren de ello.

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La gente cambia, sus hábitos también. Si en mi infancia hubieran planteado a mis padres que un extraño veraneara en nuestra casa, usando nuestras cosas, se habrían llevado las manos a la cabeza. Ahora eso no sucede, al contrario, hay generaciones distintas, que aprecian la propiedad pero si no pueden tenerla buscan, comparten y se quedan con la vivencia.

BlablaCar mueve a millones de viajeros y no tiene coches; Airbnb, Homeaway o GuestToGuest gestionan millones de plazas pero no tienen camas. Me hacía esta observación un colega en el reciente encuentro Menorca Millennials. La empresa no tiene inmovilizado, pero su resultado es tangible, real. Y es lógico que la Administración quiera regularlo, no digo que no haya que ordenar, pero es poner puertas al campo. Toda la vida hemos compartido coche o ha venido alguna visita que ha tenido que acabar en el sofá, solo que cuando internet entra en escena todo se desborda. Por más que cuenten tresillos para impedir el couchsurfing no habrá inspectores suficientes para detener la hospitalidad hecha negocio.