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Recordarán los más fieles de mis lectores que en el último artículo me mofaba tan cariñosa como discretamente de Carlos Floriano, pienso que con equidad, ya que aunque dedicase todo el verano a la dudosa tarea de poner en evidencia en tono jocoso sus atentados contra la veracidad, no conseguiría acercarme ni por asomo al ingente volumen de burla que el entrañable mártir ha vertido a nuestra salud en sus irrisorios monólogos explicativos de lo inexplicable.

Venía en aquella ocasión (por iniciativa del editor) ilustrado mi inocente sarcasmo con una foto del puerto, quizás motivada por mis plegarias, que hacían referencia directa a la salud de la rada.

Pues bien, ahora que me propongo en estas líneas reflexionar exclusivamente sobre el puerto de Mahón, dejando al señor Floriano que descanse de sus pasados afanes, he pedido al director de «Es Diari» que ilustre este artículo precisamente con una instantánea de Don Carlos, una en la que salga favorecido si ello fuera posible, pues no encaja la saña en esta tontería que me ha dado hoy por escribir. Mataremos así dos pájaros de un tiro, y no me refiero al pobre excupulista, a quién no deseo mal alguno, sino más bien a que con esta extravagante maniobra cerraremos, como si de un un yin yang se tratara, la doble manifestación de desdén hacia el gran comunicador recientemente defenestrado y la preocupación por el futuro de mi más querido entorno.

Este inédito gesto editorial brindará felizmente una excelente ocasión a quienes no identificaron por el nombre a nuestro héroe, para que al reconocer sin embargo su irrepetible careto, tan exhibido en los medios, comprendan el meollo de mi anterior artículo.

Una vez cerrado este engorroso preámbulo, permítanme abordar sin más demora el objeto de esta perorata.

Me encuentro, contra toda lógica, sentado en el sillón de mi dentista escribiendo estas líneas. Oigo que se acerca por los pasillos el doctor Andreu, en quien, acertadamente, he depositado toda mi confianza en estos momentos difíciles. Quiere ello decir que en breves instantes quedaré boquiabierto, de manera que debo interrumpir ahora mi línea discursiva.

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Ya pasó todo. Como siempre en esta impecable clínica todo fluye con facilidad y salgo indemne, qué digo indemne, fortalecido, listo para masticar como es debido, siempre que se trate de sólidos, porque sí hablamos de tragar productos ideologizados, la cosa se tuerce ya bastante. Pero ni una metáfora ni un circunloquio más, vamos al grano:

Hace pocos años entablé, junto a un reducidísimo grupo de colegas, una desigual batalla contra la inercia que estaba conduciendo al puerto de Mahón a la ruina. En esa ocasión encontré en la asociación de comerciantes del puerto, sesgada entonces por la influencia de la zona de ponent, una fuerte oposición a tomar decisiones que redujeran el tráfico, que impidieran aparcar los coches frente a las terrazas, y en general a cambiar el modelo entonces existente. Extrañamente, quienes pensábamos que urgía replantearse el status quo, encontramos eco y apoyo en un Ayuntamiento, que (aunque según mi criterio tenía el defecto de compartir siglas con Floriano y sus secuaces, pero esto es otra historia...) se empezó a mover casi de inmediato consiguiendo importantes mejoras para nuestro puerto y nuestra ciudad, de las cuales destacaría la realización del ascensor, los jueves musicales y las jardineras en lo que atañe al primero, porque en lo relativo al centro, el éxito de las medidas está a la vista de quien quiera mirar.

Pues bien, ahora compruebo que la necrosis acecha a la zona de Ponent. Alguien podría pensar que eso me beneficia (mi negocio está en Llevant), pero se equivoca. La enfermedad de una parte del organismo, no puede beneficiar a otro miembro del paciente, si acaso al sepulturero en una primera fase y a los herederos inmediatamente después.

En este sentido me solidarizo con quienes piden que no se vuelva a poner freno (como se hizo durante lustros) a las iniciativas que produzcan conexiones puerto/ciudad, escaleras mecánicas de Rochina incluidas.

No quisiera resultar alarmista, pero los cambios que de momento he visto por estas latitudes portuarias se resumen quizás demasiado rápidamente: ya no hay jueves musicales y se reduce la esperanza matemática de escaleras mecánicas (y posiblemente de nuevos ascensores). En el otro lado del espectro, esto es, el de las novedades positivas, el sumando reza cero.

Es pronto, me dirá usted, querido lector, apenas han pasado unas pocas semanas. Y tiene usted toda la razón. Pero mi experiencia me enseña que para ciertos expedientes las semanas se convierten con facilidad en años y estos en lustros. Sin ir más lejos podríamos recordar que durante el largo pontificado de Bagur, en el puerto no se movió ficha alguna, a pesar de los alarmantes síntomas de anemia que se hacían evidentes para cualquier observador.

Permaneceremos atentos a la pantalla.