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Entre los bobalicones que se lo creen todo y los que dudan incluso entre ser o no ser, como Hamlet, existe un término medio. Hay gente que no cree en ninguna religión pero cree en la política. Tener fe nos reconforta y protege contra la intemperie irracional que nos rodea, orienta nuestras vidas y guía nuestros inciertos pasos por el azaroso mundo de la era digital. Cada uno cree en lo que puede o en las creencias que ha heredado. No todo es racional. Cuando llegamos al límite de la argumentación, aparece la fe ciega. Como el niño que hace lo que le dicen sus padres.

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Hoy vemos un subidón enorme de devotos de todo tipo. Como feligreses en busca de la felicidad prometida que creen en la utopía y que reeditan, actualizada, la antigua distinción entre santos y pecadores (la casta). Tienen sus ritos profanos de adoración y su particular inquisición contra los infieles. Un mitin recuerda a un sermón; una manifestación, a una procesión. Dicen amén a lo que les echen. Lo que parece nuevo es muy viejo: cuando se pierden las formas, se difumina el fondo de la convivencia.

En el momento en que la distancia entre las promesas idílicas y la cruda realidad se hace evidente, aparecen las justificaciones de todo tipo. Siempre hay un demonio al que culpar como encarnación del mal. No hay demasiada introspección. Enternece esa fidelidad a la secta, ese entusiasmo del converso, esa confianza acrítica e ilimitada en la propia doctrina.