Imagínese que esta usted en el año 2002, tampoco ha llovido tanto. Facebook y Twitter no se han fundado, los teléfonos no son todavía tan, tan inteligentes como para contar al mundo lo que hacemos cada segundo, ni para inundar nuestros perfiles sociales con las dichosas autofotos, que a algunos les han llevado tanto a inventarse vidas maravillosas como a poner en riesgo la suya de cada día, la normalita y del montón. Cuesta, ¿no es verdad?
En consecuencia y a falta del tuiteo o del Whatsapp la gente en el metro o en el autobús solía leer u observar al resto de pasajeros, y en los bares y restaurantes existía más comunicación, sin que el móvil ocupara un lugar privilegiado en la mesa junto a la ensalada o el filete.
He visto por las redes -dónde si no-, el cartel de un restaurante que, como algo ingenioso, reza así: «No tenemos wi-fi, hablen entre ustedes», lo cual ilustra bastante la situación. Y es que no es raro ahora que en un grupo de comensales todos estén a la vez mirando el móvil en lugar de comentar sus cosas. Ante esta hiperconexión empiezan a surgir iniciativas en distintas ciudades del mundo como rebajar precios de las comidas o reservar zonas desconectadas en restaurantes para que se preste atención a la lubina y no a Instagram. En Amsterdam se lanzó una campaña publicitaria peculiar, para que la gente se tomara de verdad un respiro se bloquearon las señales inalámbricas en zonas concretas y en un radio de 5 metros.
En el mundo del turismo ya empieza a surgir una tendencia, y es la oferta de enclaves en determinados destinos donde la desconexión es total, sitios en los que los yonquis de internet deben pasarlo francamente mal para desengancharse.
Viendo la última encuesta de urbanizaciones de PIME, que constata que en ninguna zona turística de la Isla hay buena cobertura, lo mismo nos hemos puesto -a fuerza de ir retrasados-, a la vanguardia, en lo más in del sector. Lo malo es que no son los turistas los que se quejan en ese sondeo, sino los residentes y los que trabajan allí.