Vivimos entre la fe ilimitada en el progreso y la desesperanza que nos provocan algunas de sus consecuencias; entre los avances que nos facilitan y prolongan la vida y los efectos que nos quitan calidad a esa misma existencia; en una pura contradicción. «El hombre de hoy usa y abusa de la naturaleza como si hubiera de ser el último inquilino de este desgraciado planeta», decía Miguel Delibes en su obra «Un mundo que agoniza» y la naturaleza «se convierte así en el chivo expiatorio del progreso». Quizás usaba el escritor un tono catastrofista, y eso que escribía esas líneas en 1979. Aún estaban por llegar el desastre nuclear de Chernobyl, los pozos derramando crudo en la guerra de Kuwait, el accidente químico de Bhopal, el chapapote en Galicia o la circulación alterna de coches en grandes ciudades debido a la polución. Luego nos comemos una lechuga y un atún fresco en Menorca y creemos que llevamos una vida sana, pero no hay fronteras para las nubes, la lluvia, los pájaros o los peces.
Vía libre
Canarios que ya no cantan
09/06/15 0:00
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