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JUEVES, 30
Una escapada primaveral a París después del tráfago de Sant Jordi es una apuesta por la luz y la alegría de vivir pero nos recibe plomo en el cielo y el traqueteo metálico de los goterones sobre el techo del taxi. Repetimos hotel junto a la plaza Vendôme, de subyugante historia (en su número 3 se casó Napoleón con Josefina) pero su soberbia columna central, conmemorativa de la batalla de Austerlitz aparece oculta bajo el decorado de cartón por las obras de mantenimiento…

VIERNES, 1
Sigue el cielo sometido a un celaje plomizo cuando empieza mayo. Una implacable cellisca trata de amedrentar a los turistas. En la Rue Rivoli se escuchan ecos furiosos de la Marsellesa y se adivina en lontananza un mar de banderas francesas. Claro, es primero de mayo y aquí los sindicatos aún representan algo, pensamos, pero al acercarnos, aquella rubia en cabeza de la manifestación… ¡Es Marine Le Pen! Sí, se trata de una manifestación del Frente Nacional, el partido ultraderechista francés que trata de ajustar su lenguaje y escenografía para no espantar al votante menos arriscado. Quieren parecer buenos chicos pero dan miedo.

Intentamos acceder al interior de Nôtre Dame, pero está asediada por interminables filas de fieles, como el Louvre. Todos quieren hacerse un selfie como testimonio de uno de los mantras más estúpidos del siglo XXI: Yo estuve allí.

SÁBADO, 2
Fantástico amanecer solo con sirimiri que nos llena de coraje para afrontar la cola del museo de Orsay y su colección de impresionistas, una horita a la intemperie que vale la pena para intimar con Renoir, Degàs, Monet, Manet, Cezanne, Gaughin, Van Gogh y la colección monográfica de Bonnard, reunidos en la antigua estación de tren reconvertida en uno de los más atractivos (seguramente el más original), museos de París, hoy también bajo los incómodos dictados del turismo de masas.


No puede faltar una excursión al corazón de la mitología sesentayochista, los cafés Flore y Deux Magôts, echar un vistazo a la brasserie Lipp, comer en la legendaria tasca Le Petit Benôit ( no tan económica como años atrás), y visitar la no menos mítica librería L'écume des pages situada entre ambos cafés donde adquiero los dos últimos opúsculos del filósofo coreano-alemán Byun- Chul Han, un clarividente e imprescindible analista de la sociedad del siglo XXI que espero me ayude a observar con perspectiva el fárrago electoral que nos cae encima.

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DOMINGO, 3
Tras echar una ojeada al Centro Pompidou y su colección de arte contemporáneo (arte es lo que el público compra como tal, sería la máxima de tanto bodrio), atravesamos el coquetón bario del Marais para coronar el periplo en la medieval y bellísima plaza des Vosgues, donde habitara Victor Hugo, mientras algunos rayos solares se abren paso ¡por fin! entre conglomerados de algodón sucio y suenan los acordes de un arpa bajo los históricos soportales.

LUNES, 4
Fallo estrepitoso de mi filosofía vital: les digo a nuestros amigos viajeros que siempre espero poco de mis congéneres y así me voy atiborrando de pequeñas satisfacciones cuando mis pesimistas previsiones no se confirman. Así, tras el madrugón, me imagino en el aeropuerto de Orly un retraso suficiente para hacernos perder el enlace con Menorca para llevarme luego la acrecentada satisfacción de que todo vaya como un reloj suizo. Tras tres horas y media de paciente espera creo que en lugar de fama de filósofo la he conseguido de agorero y gafe. En fin.

Caos por los retrasos en el aeropuerto de Barcelona mientras contrastamos su reluciente lujo con la precariedad espartana del aeropuerto parisino. Me hace evocar lo que me decía ayer un viajero español con quien compartía un pitillo en la puerta del hotel mientras observábamos desesperanzados el martilleo de la lluvia sobre los socavones de aceras y calzadas.

-Esto ya no se ve en España-me dice con mirada socarrona.
-¿Los charcos?
-Obviamente-me contesta-: allá los arreglan antes de que se produzcan para que no se gripe el motor de las mordidas.
-Oui, monsieur.

El día del gafe concluye en el aeropuerto de Menorca tras haber conseguido mantener heroicamente el retraso de solo tres horas y media, cuando después de veinte minutos esperando infructuosamente nuestros equipajes, una osada azafata nos anuncia que el avión ha venido sin maletas.

Después de todo, creo que mi pesimista filosofía de esperar siempre imperfecciones en nuestra aventura humana me ha ayudado a llegar a casa sin haber soltado ni media blasfemia, razonablemente satisfecho. Al fin y al cabo durante el día estuve barajando la más que probable posibilidad de tener que pasar noche en Barcelona, afrontar otro madrugón, perder definitivamente las maletas con los libros que he comprado también a los bouquinistas del Sena, el queso fondant, y la preciada brocha de afeitar de mi paisano Floris de Londres. Sí, podría haber sido peor: París bien vale unas gotas de lluvia, alguna cola y una pérdida de maletas.