El escritor Ponç Pons ha participado estos días en algunos de los actos que lleva Sant Jordi a toda velocidad por la Isla, como si se acabara el mundo (literario) en cuatro días o como arrastra el mar todos los plásticos del humano insolente hasta la orilla (suerte que la literatura no es cosa únicamente de abril, qué sería de los náufragos de otoño). No es él, parece, un artista de saraos, a no ser que se lo pidan y/o se trate de alguna de sus pasiones. Esta vez la petición venía desde el taller de escritura creativa que coordino en el Ateneu de Maó, y nos dio un sí sin pedir más explicaciones. Queríamos que nos hablara de Pessoa (o de cualquier cosa que tuviera que ver con ese verbo escrivivir, que él conjuga desde Sa Figuera Verda, en Alaior).
El portugués Fernando Pessoa (1888-1935), cuya obra y vida Pons conoce en profundidad, es uno de esos escritores remuertos que sigue lanzando novedades a las mesas de las librerías: publicó un par de títulos en vida y unos cuantos poemas y artículos en revistas, todo lo demás quedó atesorado en un baúl ya convertido en leyenda cuyo contenido, precisamente, este año 2015, cuando se cumplen 80 años desde su muerte, ha pasado a ser considerado de dominio de público. Solo falta que aparezca él un día con sus gafas redondas y su sombrero para firmar ejemplares en cualquier feria; algo que, según descubrimos en la charla sobre su vida y milagros, con ese gusto del portugués por lo esotérico, no sería nada extraño.
Llegó Ponç Pons al Ateneu con unos cuantos libros de Pessoa bajo el brazo, primeras ediciones, tesoros de esos con algunas hojas desvencijadas de tanto usarlos. Nos habló de las primeras andanzas de Pessoa —interminable figura que no cabe en hora y media y cuya historia él mismo resumió una vez: «Si después de morirme quisieran escribir mi biografía/ no hay nada más sencillo./ Tiene sólo dos fechas/ la de mi nacimiento y la de mi muerte./ Entre una y otra todos los días son míos»—; habló de los años de Pessoa en Durban (República de Sudáfrica, entonces colonia británica) y de ese viaje de treinta días que le separó de su tierra por una temporada. Ponç Pons habló del baúl, de esa caja mágica, de cómo Pessoa la fue llevando consigo en la veintena de mudanzas que realizó en una Lisboa tan suya como de todos los que la hemos recorrido alguna vez. Habló de las creaciones de Pessoa y de las que firmaron sus famosos heterónimos Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Bernardo Soares y Ricardo Reis, entre otros nombres casi con carné de identidad propio, y a través de los cuales llegó incluso a difundir críticas contra su persona (contra su pessoa, en portugués: cosas de la vida), en un ejercicio de desdoblamiento de personalidad que ha dado para mucho: y no acaba. También supimos del alcoholismo del autor de las mil caras, de sus amistades, de su renuncia a una vida en pareja o familiar a cambio de su obra y supimos que se presentaba ante uno de sus únicos amores conocidos, Ofelia Queiroz, diciendo que Fernando ese día no había podido venir. De ese amor quedaron las «Cartas a Ofelia» y nos recordó entonces Pons las palabras del famoso poema que escribió un mes antes de morir y que comienza así: «Todas las cartas de amor son/ ridículas./ No serían cartas de amor si no fuesen/ ridículas».
Ponç no solo ha estudiado a Pessoa, habla con él desde hace años. A él le pidió el beneplácito para venir a contarnos sus cosas e imagino que pidió una segunda opinión a los pájaros que rondan su cabaña/refugio desde la que escribe con tinta azul. Escribe cuando no lee, como dice en su último libro, ese paseo lento y jugoso titulado «El rastre blau de les formigues»: «Hi ha escriptors que llegeixen. Jo sóc un lector passional y apassionat que, quan no pot més, escriu». Para saber más de esa conversación no hay más que leer su poemario «Pessoanes», una parte lusitana de su Dislario, en la que se cartea con el autor del «Libro del desasosiego», como hace en el poema titulado «Último adéus» y con alguna recomendación directa a su amigo, en otra parte: «No beguis tant, Fernando!». Allí mismo, en su prefacio, confiesa Pons de dónde nace este diálogo con Pessoa y con otros escritores: «Desde que, cuando niño, en la playa solitaria de Son Bou me encontré con un hombre haciendo versos y me dijo que se llamaba Dante, convivo con muertos que están vivos y en relación con vivos que parecen muertos». A más de una, después de escuchar a Ponç Pons en el Ateneu hablando así, entusiasmado, de Pessoa, le habrán entrado ganas de empezar por «Tabaquería»; a otros, de descubrir a una poeta portuguesa como Sophia de Mello, a la que ha traducido Ponç Pons y cuyos versos recomendó con urgencia y a otras, de leer la antología del propio Ponç Pons. O de leer, a secas.
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