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No empieces, ¿eh?», se les suele decir a los niños cuando les entra el hambre, el sueñecito o la tontuna, y comienzan a quejarse por cualquier cosa. «No empieces, ¿eh?», le soltábamos a aquel novio o novia pelín insistente que todos hemos tenido en algún momento de nuestra historia y que siempre nos daba la tabarra con las mismas recriminaciones. «No empieces, ¿eh?», se advierten el uno al otro los miembros de un matrimonio cuando uno de los dos saca a relucir trapos sucios, antiguos y gastados.

Existen principios que oiría una y otra vez sin llegar a cansarme nunca, como el del Quijote: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...». Otros que, en mi opinión, están sobrevalorados, como el de la «Lolita» de Nabokov, más bien ñoño para mi gusto: «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Mi pecado, mi alma. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita». Y otros de los que nunca se hablará lo suficiente, como el de «Historia de dos ciudades»: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos derechos al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto». Juzguen ustedes mismos cuál les gusta más, o cuál añadirían a la lista...

Hoy es día de libros y rosas. Hoy es día de hacer mucho el paripé, si me disculpan la grosería. Las hordas de supuestos lectores que durante estos días se pasearán por las calles comerciales de las ciudades y pueblos de nuestra islita, curioseando los tenderetes de las librerías, ni se corresponden con las patéticas cifras de lectores habituales que arrojan las encuestas ni con mi propia experiencia directa sobre el tema, que me dice que los ratones de biblioteca no abundan (los de alcantarilla sí, si me permiten el chiste fácil...). Según un artículo de «El País» publicado el 8 de enero de este mismo año, «el 35% de los españoles no lee nunca o casi nunca» y únicamente el 29'3% lo hace todos los días. Si este último dato puede parecer esperanzador, no hay más que seguir leyendo para que se te caiga el alma a los pies, ya que los integrantes de este último porcentaje afirman leer una media de 8'6 libros al año o, lo que es lo mismo, menos de un libro al mes. Si tenemos en cuenta que en Finlandia la media nacional es de 47 libros al año, es para echarse a llorar.

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¿Qué razones aducen los españolitos de pro para justificar dicha penuria literaria? Pues, cómo no, que no tienen tiempo para leer. La misma excusa barata que llevan aduciendo desde acabaron o abandonaron la Secundaria; la misma que pretenden que me crea algunos de mis alumnos aun sabiendo como sé que no trabajan, o bien lo hacen esporádicamente, que siguen viviendo en casa de sus padres –donde seguramente ni siquiera quitan la mesa-, que no tienen hijos ni perrito que les ladre y, sobre todo, que se entregan a la actualización completa, continuada e inmediata de su perfil (seré muy antigua, pero cada vez que me nombran esta palabra visualizo horribles camafeos de marfil) en las redes sociales cada dos por tres. ¿Que no tienes tiempo para leer? Pues pon un poquito menos la tele, hombre, desengánchate del ordenador o deja el móvil tranquilo ya, que lo bueno del WhatsApp es precisamente que puedes contestar cuando te vaya bien a ti, no al que irrumpe en tu intimidad con una llamada.

Y, claro, «de aquellos barros vienen estos lodos»... Analfabetismo funcional y mucha mucha desinformación, más que nada por la falta de criterio con que se acude a las fuentes. ¿Qué podemos hacer para resolver esto? Muy sencillo: compren y regalen libros, pero por encima de todo, ¡léanlos! Ahora y siempre, amén.

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