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Para mí tengo que la memoria viene a ser como el espejo retrovisor de nuestras nostalgias, que en lo tocante a la Semana Santa a mí se me hacen añejas. Estos días tengo muy presente el respeto que en algunas casas se tuvo siempre a lo que conmemoran los actos litúrgicos de la Pasión de Cristo cuando España entera se hace procesionaria, custodiando nazarenos mientras desfilan hábitos y capirotes dejando tras de sí olor a cera y en las retinas, cadenas arrastradas por pies desnudos. Los «Picaos» de las espaldas sangrantes de San Vicente de la Sonsierra (La Rioja), pasos que apenas pasan por las más angostas callejuelas. Los legionarios con su Cristo arremangados van aunque caigan chuzos de punta, custodian a su Cristo de la Buena Muerte (Málaga). Un centenar de legionarios con su mascota la cabra custodian a su protector desde 1928. El Cristo de los Gitanos, que desfila a la luz de docenas de fogatas que los gitanos prenden por la empinada vereda donde procesionan por el Sacromonte (Granada). El Cristo coronado de espinas, las espinas de nuestros pecados porque en alguna parte del humano código genético tenemos incrustada nuestra condición de pecadores, cuando no es por el cuarto mandamiento es por el séptimo (no robarás) en el que caen como moscas en la miel algunos que han ido a la política para llenarse los bolsillos; o en el octavo (no dirás falsos testimonios ni mentirás). Este mandamiento debería de poderse leer con letras flamígeras desde la tribuna de oradores de donde ustedes están pensando.

La Semana Santa tiene, desde lo más hondo de nuestros ancestros penitenciales, curiosos actos de condición religiosa que algunos venden como de color folclórico- festivo arrimando la sardina al ascua de sus negocios.

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Los «Empalaós» de Valverde de la Vera, la danza de la muerte en Verges (Gerona), el «pregón del sermón de las siete palabras» en Valladolid, «las Turbas» en Cuenca, «la Captura del Judas» en Cabanillas (Navarra) o «la Diablesa» de Orihuela (Alicante), curiosa talla donde las haya, de una diabla con pechos femeninos al aire, el único paso, según creo, de Semana Santa en que la figura del demonio sale en procesión.

Recuerdos de las semanas santas de mi infancia, de cuando en casa hacía mi madre, que Gloria halla, formatjades, que las hacía muy lucidas y por mucho que fuera la tentación, había que dejar las formatjades quietas hasta que no hubiera pasado el Viernes Santo. No guardo memorias de que la tentación le pudiera nunca al respeto reverencial que se tenía en casa de un viernes de pasión y muerte del hijo de Dios. A un lado quedaba aquella gastronomía mundana tan puntual de la Semana Santa menorquina. Un hecho, según me consta, que se repetía en muchos hogares de Menorca. Hoy creo que comer formatjades el Viernes Santo ya no guarda ninguna relación ni con el respeto ni con la fe ni tampoco por eso con la tradición. La Semana Santa se nos ha hecho más laica, más de salir en manada huyendo de la masificación donde vivimos algunos, para pasar unos días masificando otras zonas, por ejemplo las carreteras, porque somos de la condición de rezar o pecar agavillados.