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El día 17 de septiembre de 1788 una división de la caballería del Sacro Imperio Romano Germánico llegó a las inmediaciones de la población de Karánsebes (Rumanía). Por aquella época, la ciudad estaba bajo el control del Imperio Otomano. La misión del contingente era avanzar posiciones para preparar el ataque a la ciudad. Cuenta la leyenda que, por el camino, el ejército austríaco se encontró a un grupo de comerciantes de etnia gitana que les ofrecieron barriles de aguardiente a un precio inmejorable. Los soldados, exhaustos por el trayecto recorrido y con el miedo ante la próxima batalla, compraron todos los barriles con la intención de darse un buen festín mientras esperaban al resto de las unidades. Unas horas más tarde, cuando la mayoría de los miembros de la caballería estaban bebidos, llegó el contingente de infantería que no dudó en apuntarse a la fiesta. Sin embargo, los húsares se negaron a compartir el poco aguardiente que les quedaban. Empezaron las discusiones entre los distintos miembros del ejército austríaco. El alcohol subió el tono de la conversación y, en cuestión de minutos, se había organizado una pelea multitudinaria. En vista de la situación, un joven soldado lanzó un disparo al aire con intención de calmar los ánimos. Al oír el fuerte estruendo, los soldados creyeron que estaban siendo atacados por el enemigo, los otomanos. El desconcierto fue total. Un grupo de soldados empezó a gritar ¡halt! ¡halt! (alto, alto).

Sin embargo, dado que la mayoría de los soldados no eran alemanes, no comprendieron el mensaje e interpretaron que, en realidad, los gritos decía «Alá, Ala». Poco tiempo después, llegaron otros contingentes quienes, al divisar a los húsares con el sable en mano alrededor del campamento, creyeron que estaban siendo atacados por los turcos y cargaron contra la multitud. El resultado fue dantesco. Habían fallecido más de nueve mil soldados. Cuando los turcos llegaron a Karánsebes dos días después, no daban crédito a lo sucedido. Habían ganado la batalla sin desenvainar el sable.

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La historia de la batalla de Karánsebes demuestra hasta qué punto el azar y la estupidez humana han cambiado el curso de la historia. Los acontecimientos que consideramos más triviales o de menor importancia han terminado en ocasiones cobrando un especial protagonismo que nadie podía imaginar. Curiosamente, la historia está repleta de ejemplos de este tipo que reflejan nuestra incapacidad para comprender lo que está pasando delante de nuestras narices. Cuentan los historiadores que el Papa Adriano IV regresaba a su residencia en Anagni (Italia) tras haber pronunciado un duro discurso contra el Emperador Federico I en el que le amenazaba con la excomunión cuando se detuvo en una fuente para refrescarse. Mientras bebía, una mosca se coló accidentalmente en su boca y se le quedó atragantada en la garganta. Los médicos no pudieran extraerla y el Papa murió poco después asfixiado. Cuenta la leyenda que el día 14 de julio de 1789 el rey Luis XVI escribió en su Diario personal: «Nada». El motivo de la expresión sincera del monarca es que no había logrado ninguna pieza en la cacería. Sin embargo, obvió que ese día había estallado la Revolución Francesa que le costaría (literalmente) la cabeza. Hay una tesis que sostiene que Napoleón perdió la decisiva batalla de Waterloo por un terrible ataque de hemorroides.

El emperador llevaba varios días aquejado de fuertes dolores en el trasero que intentaba calmar sentado en una bañera. Por tal motivo, no podía subirse a un caballo y perdió perspectiva del campo de batalla. Todo ello inclinó la balanza a favor de sus contrincantes en una batalla que definió el futuro de Europa. En este capítulo de anécdotas, no podemos olvidar que, gracias al cálculo erróneo de Cristóbal Colón de la distancia entre Europa y Asia, se descubrió un nuevo continente.

Una de las tareas más valientes de la vida consiste en examinar hasta qué punto somos los artífices de nuestra historia. ¿Qué papel desempeña la suerte? Si consideramos que la suerte está detrás de muchas cosas, tendremos la sensación de que poco podemos decidir en esta partida. Si, por el contrario, entendemos que, en muchos casos, la «suerte» la creamos nosotros gracias al esfuerzo, dedicación, valentía y optimismo, tendremos la sensación de que podemos crear nuestro futuro. Ya lo decía el genial poeta William Shakespeare hace más de trescientos años: «El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos».