Tenía que llegar. Siguiendo en la línea de los últimos años de lo políticamente correcto, del sustituir determinadas palabras que parecen sonarnos mal por eufemismos, y del 'quedarbienismo', término no aceptado por la Real Academia de la Lengua pero que describe muy bien esta corriente de moda, le ha llegado el turno a la justicia.
Y es que el Gobierno ha aprobado la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y con ella se han cambiado términos que ya habían adquirido demasiadas connotaciones negativas. Así, la palabra 'imputado' se cambia por la de 'investigado' en la fase de instrucción de un proceso, y después la persona en cuestión pasará a ser 'encausada' cuando se produzca la acusación formal.
Argumenta el ministro que el término 'imputado' ha adquirido ya el nivel de preculpabilidad a los ojos de la sociedad, y que el de 'investigado' se ajusta más a la realidad y refuerza la presunción de inocencia. Ambas cosas son ciertas, estar imputado en una causa no debe ser sinónimo de culpabilidad, y ésta es algo que debe quedar demotrada ante un juez.
El imputado es, en los glosarios judiciales, la persona a la que se le atribuye la participación en un hecho punible y que puede ejercer todos los derechos que le concede la ley para defenderse desde que se inicia el procedimiento. Que sea o no culpable deberá probarse. Lo que ocurre es que en los últimos tiempos el número de imputados ha sido tan elevado, y casi siempre relacionados con casos de corrupción, que el cansancio de la gente roza lo insoportable, y se tiende a meter a todo el mundo en el mismo saco.
En pleno debate sobre la conveniencia o no de que personas imputadas formen parte de candidaturas electorales, se aprueba este cambio de terminología, para aligerar el impacto mediático que produce cada imputación. Y no es una decisión intrascendente, porque el lenguaje, con su carga emotiva e intención, modela pensamientos.