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La clausura del vertedero de Milà obliga a analizar dos cuestiones. Si ha existido contaminación de los acuíferos y si se han cometido irregularidades en el proceso para la última ampliación, la obra fallida por una ineficaz impermeabilización.

Los problemas de contaminación vienen de lejos. De la primera fase, de hace veinte años, y quizás de que la segunda, Milà II, siga con el proyecto de clausura pendiente. En los dos últimos años, la contaminación ha sido leve y sin riesgo para la salud, según se desprende del estudio de todas las analíticas. Es bueno que la Fiscalía de Medio Ambiente investigue, pero no parece que esa vía tenga mucho recorrido. Tampoco la consulta de la Dirección General de Fondos Europeos, ya que los problemas de contaminación no tienen nada que ver con la obra de ampliación subvencionada con 2 millones de la UE.

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La otra parte, la de gestión de la chapuza del proyecto de ampliación, tiene miga. Y, de momento, nadie parece investigar. Es posible que el primer proyecto de ampliación que se redactó por parte de Gemma-Incive, al que se había adjudicado por concurso, tuviera deficiencias, pero no se comprende cómo a poco de ser aprobado definitivamente, con informes técnicos favorables, con el vertedero saturado, se encarga a Terratest de forma directa (por parte del gestor) un nuevo proyecto que impone un producto que suministra la misma empresa redactora, el trisoplast, un material solo probado en España, curiosamente, en la clausura de algunas celdas del vertedero mallorquín de Son Reus. Al final, el proyecto no contempla una protección del material impermeabilizante por debajo, y al excavar 13,5 metros, el agua subterránea elimina la protección y los riesgos de filtraciones obligan a cerrar el vertedero.

Los que ahora se tapan la nariz en algún momento necesitarán tomar aire. Entonces habrá que escuchar sus explicaciones.