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Jaymee Bowen era una niña feliz hasta que en 1990 los médicos le dijeron que padecía un linfoma de Hodgkin. Por aquel entonces, tenía solo seis años. Cuando parecía que había superado la enfermedad, los médicos le diagnosticaron una leucemia. La niña tuvo que someterse a un durísimo tratamiento de quimioterapia y a un transplante de médula ósea. Nueves meses después sufrió una recaída. A pesar de los esfuerzos realizados, el pediatra informó a los padres que la esperanza de vida de la menor oscilaba entre seis y ocho semanas. Dado que las posibilidades de supervivencia eran muy bajas, los médicos recomendaron que se le administraran cuidados paliativos. Sin embargo, el padre de la menor, David Bowen, no aceptó esa decisión. Tras realizar algunas investigaciones por su cuenta, consiguió contactar con especialistas norteamericanos del Hammersmith Hospital. Estos doctores afirmaron que la tasa de supervivencia de la menor era del 20 % si se intentaba un segundo transplante de médula. Esta opinión no hizo variar la conclusión alcanzada por los doctores ingleses. Desesperado por la situación, David Bowen solicitó a la Servicio Nacional de Salud que costeara el tratamiento en el hospital norteamericano. Las autoridades inglesas rechazaron dicha idea al considerar que no poseían recursos suficientes para utilizarlos en tratamientos experimentales con mínimas posibilidades de éxito, máxime cuando el coste podía ascender a 75.000 libras. Finalmente, David Bowen recurrió dicha decisión ante los Tribunales ingleses quienes fallaron a favor del Sistema Nacional de Salud. Dada la cobertura mediática del caso, un donante anónimo ofreció costear el tratamiento de la menor. Finalmente, los doctores ingleses optaron por reemplazar el segundo transplante de médula por un tratamiento experimental que permitió a Jaymee disfrutar de unos pocos meses de vida hasta que, finalmente, falleció en mayo de 1996.

La trágica historiade la niña Bowen plantea una serie de dilemas éticos de gran calado. ¿Cuánto debe gastar un Estado en atención sanitaria? ¿Cuál es el nivel de atención médica que una sociedad debe ofrecer a todos los ciudadanos? ¿Cómo podemos distribuir de manera justa los limitados recursos sanitarios que disponen los sistemas públicos? ¿Qué enfermedades y formas de tratamiento deben tener prioridad? ¿Qué personas deben recibir una especial atención debido a sus necesidades sanitarias? A lo largo de la Historia, se han ideado muchas respuestas a estos interrogantes.

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Una de ellas ha sido considerar que la distribución de los recursos debe realizarse de manera igualitaria. Es la máxima de Aristóteles de «tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales». Sin embargo, este argumento formal plantea muchos problemas porque, en definitiva, no sabemos qué parámetros debemos comparar para establecer una conclusión. Está claro que en una sala de urgencias hay que atender a todos los pacientes que tengan la misma urgencia vital. Sin embargo, ¿qué criterios tendríamos en cuenta para justificar que determinados pacientes acceden a una medicación en detrimento de otros que deben esperar? Para superar estas dificultades, se han elaborado muchas teorías que intentan dotar de contenido concreto a ese mandato de igualdad. De entre ellas, destaca la propuesta por Norman Daniels, filósofo de la Universidad de Harvard quien considera que existe una relación directa entre la enfermedad y la igualdad de oportunidades. En efecto, una persona enferma se encuentra en una situación de desventaja respecto a las demás lo que, a su vez, influye en la capacidad para poder desarrollar adecuadamente sus planes de vida. Por tal motivo, el Estado debe garantizar una cobertura sanitaria que garantice el «funcionamiento normal» de todos los miembros de la sociedad. De esta manera, se evita que la mala suerte o azar que está detrás de ciertas enfermedades impida que esa persona –por razones ajenas a su voluntad- se vea privada de las posibilidades de recuperarse y desarrollar una vida plena.

Todas las sociedades –y, nosotros, como parte integrante de las mismas- debemos reflexionar sobre los dilemas éticos que arrojan estas cuestiones en las que subyace el difícil equilibrio entre la aspiración del paciente a recibir el mejor tratamiento posible y los limitados recursos que dispone el Sistema Nacional de Salud. Quizá sea el momento de recordar las palabras del filósofo Arthur Schopenhauer: «La salud no lo es todo, pero sin ella todo lo demás es nada».