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Por más vueltas que le doy, no me cabe la menor duda. En realidad, la culpa es mía. Me pertenece todo el saco de responsabilidad relleno de sus impolutas consecuencias. En algún momento del camino me acostumbré –holgazán de mí- a currar como un jabato para que a final de mes el señor que maneja el dinero en la empresa tuviera a bien ingresarme la correspondiente nómina. Te reconozco que esa inyección económica me sentó tremendamente bien. No tanto a nivel espiritual, sino en el aspecto más materialista. Para que me entiendas, me encantó lo de agenciarme entre pecho y espalda un solomillo con su salsa y sus patatas sin tener que renegociar la datación de la cuenta y los plazos con la entidad financiera del momento. Papá y mamá.

Me acostumbré rápido y bien a lo de disponer de mis propios recursos económicos y la vida, que es más sabia que larga, lo hizo venir estupendamente para que también me acostumbrara y aprendiera a sudar y a pelear por cada maldito euro. A realizar de la mejor forma posible mi trabajo para que el rendimiento fuera directamente proporcional a la compensación económica, con su correspondiente ración de palmaditas en la espalda claro, que recibía. Por entonces, las vacas en lugar de estar flacas se obsesionaban en ir al gimnasio porque estaban demasiado gordas. Comían por encima de sus posibilidades.

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Fue con ese sencillo pero eficaz gesto como aprendí, también, que si no haces bien tu trabajo la empresa puede prescindir de ti. Seguro que en algunas empresas si no estás a la altura de las expectativas o tu labor no termina de convencer al empresario, te ponen un lacito y te desean «buenas tardes». Lógico. «Qui paga mana», dicen. El problema de hoy en día es que hay empresas que tratan a las personas como simples números.

No sé si es más o menos justo pero tampoco me corresponde a mi decidirlo, pero lo cierto es que veo con buenos ojos que alguien que asume más carga de trabajo y más responsabilidad al final del mes le den un abrazo más largo, unas palmaditas de más, unas broncas de menos y un puñado de euros extras. Lo que me cabrea es cuando alguien no hace bien su trabajo y, ni corto ni perezoso, se sigue embolsando el pastizal que se le paga. Cuando esa persona no hace bien su trabajo y, no solamente tenemos que seguir soportándolo sino que además sigue cobrando con una desfachatez asombrosa y una cara dura que espanta. Y sonriendo, como si no pasara nada, porque en este país si driblas los marrones y dejas que caigan en el olvido pues eso, se olvidan. En eso somos buenos, en este país. Y si nos pagaran por escurrir el bulto entonces… Ah, caramba. Ya lo he dicho.

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