Si nos atenemos al método de los coach, el anglicismo más popular de los últimos tiempos, esos expertos de la motivación que nos ayudan a lograr metas personales y profesionales, hemos traspasado ya el ecuador para adquirir o dejar un hábito con la llegada del nuevo año. Esos 21 días que según los psicólogos se requieren para reprogramar el cerebro, para cambiar la mente o adaptarse a una nueva imagen de uno mismo, incluso cuando se sufren hechos traumáticos que modifican nuestro físico.
En nuestra concepción lineal del tiempo, cada año reiniciamos el reloj, ponemos el marcador a cero el día uno de enero, y nos planteamos los ya archifamosos propósitos del año que comienza. La salud, el aprendizaje, la gestión de nuestra economía, la mejora personal, los afectos y relaciones...todo ellos se repite en el listado de deseos, porque la mayoría de ellos se arrastran, incumplidos y con mala conciencia, desde años anteriores. Lo saben bien los que se dedican a la venta de cursos de idiomas, métodos para dejar de fumar, dietas milagrosas o los que regentan un gimnasio: de este año no pasa, nos decimos cuando tragamos la última uva al compás de las campanadas.
Son como algunas de esas promesas electorales que en este 2015 volveremos a escuchar de nuestros políticos; ellos reinician cada cuatro años y reciclan propuestas como la mejora de la conectividad aérea, la desestacionalización turística, la transparencia, la regeneración de la cosa pública o el desarrollo sostenible.
Para evitarnos frustraciones innecesarias cobra fuerza la corriente de no formular propósitos, o lo que es lo mismo, seguir trabajando con metas y sueños pero sin falsas expectativas y sin un exceso de culpa. Cada día es un ejercicio de superación y un nuevo año, una sorpresa.