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Suerte que cuando un año se acaba, llega otro para coger el relevo. Lo cual quiere decir que el tiempo no se detiene jamás y que solo pueden detenerse los que disponen del tiempo de forma limitada, o sea, todos nosotros. Hay una diferencia entre perder a un ser querido y querer a un ser perdido. El amor, como nos recuerda la Navidad, no tiene límites ni duración, ni conoce fronteras físicas o mentales. Las fronteras son humanas (el egoísmo es una frontera), pero el amor es divino. El año que viene llega cargado de retos y descubrimientos. Cada uno los suyos y muchos serán compartidos. Situaciones que no alcanzamos a imaginar todavía, porque el futuro es como una tierra ignota que sólo navegando conseguiremos pisar. Y eso, si tenemos fortuna.

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El mundo se ha vuelto líquido y poco firme. La política parece torpe, paralítica tanto a babor como a estribor. Y, sin embargo, nos movemos. Todo está cambiando ante nuestros ojos. Es tiempo de desear a nuestros semejantes que los próximos 365 días sirvan para mejorar algo las cosas. Tampoco esperamos milagros. Pero en 365 días se puede hacer mucho si conseguimos, en lo importante, poner nuestro esfuerzo en común. De nada sirve darle la culpa a los demás de lo que no nos gusta si no hacemos algo para cambiarlo. Hay un montón de cosas que pueden ir a mejor o a peor, dependiendo de lo que haga cada uno, y de mil maneras distintas. El año que viene nos necesita. No podemos pasar de largo.