TW

Parece un trabalenguas y lo es, porque desfamiliarizarse en días en los que no se habla más que de la familia (presente y/o ausente) es un reto en todos los sentidos, casi tan grande como el que tenía el 'desenladrillador'. El matiz está en que esta desfamiliarización que propongo aquí (y en los talleres literarios, ante la mirada de interrogación de los asistentes, que ya me han escuchado decir esta palabreja alguna que otra vez) no tiene mucho que ver con la familia con la que brindaremos por un 2015 más digno (no quisiera desactivar una institución de este calado así, de un plumazo). No, este proceso desfamiliarizante tiene que ver con la realidad, esa que nos es familiar, en el sentido de habitual, cotidiana, rutinaria, la que damos por sentada, por sabida; y el experimento vale para los textos, para las descripciones, para los escenarios pero también, intuyo, para la vida.

La 'desfamiliarización' (también llamada 'extrañamiento' y nacida del término ruso ostranenie) es un término de teoría literaria que tiene que ver con hacer visible y nuevo aquello que se suele dar por hecho y tiene su origen en los formalistas rusos de comienzos del siglo XX, en particular en los ensayos de Victor Shklovsky (1893-1984): «La automatización devora los objetos, los hábitos, los muebles, la mujer o el miedo a la guerra. Así la vida desaparece transformándose en nada». Lo mismo nos pasa con los recortes, la corrupción, la manipulación mediática: nos la convierten en el pan/informativo de cada día y ya dejamos de buscar porqués o de imaginar otros sistemas posibles. Y es que, según esta tesis, el autor (el artista, porque no solo se cumple en el ámbito literario) vuelve deliberadamente extrañas y ajenas aquellas experiencias, sensaciones o percepciones que han pasado a tratarse por la colectividad con familiaridad durante una época determinada que, normalmente, se corresponde con la época en la que escribe/crea ese autor. ¿Quieren una pista? Los niños son los grandes especialistas en desfamiliarizar la realidad porque no admiten lo que ven sin cuestionarlo y su imaginación es aún más grande que sus convicciones: ¿en qué momento dejamos de hacerlo los mayores? ¿Cuándo nos anestesiamos para siempre?

En esta búsqueda encontré un relato, contado por Rosa Montero en «La loca de la casa» (está dando de sí), en el que según dice, alguien le contó, a quien a su vez le habían contado, la historia de una señora (a la que Montero llama Julia) que vivía enfrente de un convento de monjas de clausura: «(...) El piso, situado en una tercera planta, tenía un par de balcones que daban sobre el convento, una sólida construcción del siglo XVII. Un día Julia probó las rosquillas que hacían las monjas y le gustaron tanto que tomó la costumbre de comprar una cajita todos los domingos. La asiduidad de sus visitas le hizo trabar cierta amistad con la Hermana Portera, a quien, por supuesto, jamás había visto, pero con la que hablaba a través del torno de madera.

Noticias relacionadas

Conociendo los rigores de la clausura, un día Julia le dijo a la hermana que vivía justo enfrente, en el tercer piso, en los balcones que daban sobre la fachada; y que no dudara en solicitar su ayuda si necesitaba cualquier cosa del mundo exterior, que llevara una carta, que recogiera un paquete, que hiciera algún recado. La monja dio las gracias y las cosas se quedaron así. Pasó un año, pasaron tres años, pasaron treinta años. Una tarde Julia estaba sola en su casa cuando llamaron a la puerta. Abrió y se encontró frente a frente con una monja pequeñita y anciana, muy pulcra y arrugada. Soy la Hermana Portera, dijo la mujer con su voz familiar y reconocible; hace años usted me ofreció su ayuda por si necesitaba algo del exterior y ahora lo necesito. Pues claro, contestó Julia, dígame. Quería pedirle, explicó la monja, que me dejara asomarme a su balcón. Extrañada, Julia hizo pasar a la anciana, la guió por el pasillo hasta la sala y salió al balcón junto con ella. Allí se quedaron las dos, quietas y calladas, contemplando el convento durante un buen rato. Al fin, la monja dijo: Es hermoso, ¿verdad? Y Julia contesto: Sí, muy hermoso. Dicho lo cual, la Hermana Portera regresó de nuevo a su convento, previsiblemente para no volver a salir nunca jamás».

Pues bien, ese viaje kilométrico para verse a uno mismo desde fuera es parecido al que propone la desfamiliarización con la realidad. ¿Por qué no nos deleitamos cada vez con una puesta de sol, un baño de mar, un beso, el sabor de una naranja? ¿Por qué damos por supuestas las cosas de cada día si son las que luego, cuando desaparecen, más echamos de menos? Pues eso, que felices y desfamiliarizadas fiestas a todos.

eltallerdelosescritores@gmail.com