Como de tantas otras cosas a lo largo de esta crisis, nos damos cuenta ahora de cuestiones legales que hace poco desconocíamos y que saltan a los titulares por la desgracia. Después de las ejecuciones hipotecarias, de personas que incluso se han suicidado ante la posibilidad de quedarse sin casa, ahora entran en juego otras prácticas que nos sitúan en una realidad aún más cruel, por mucho que el mercado las ampare. La usura nunca había desaparecido pero ahora regresa con fuerza para florecer en la desesperación de los que ya no saben a dónde acudir y, desde luego, tiene daños colaterales.
El caso de Carmen Martínez, la anciana a la que han echado de su casa en Vallecas porque avaló a su hijo, sin saber que éste había recurrido a un prestamista profesional (parece ser que ferroviario en su jornada laboral y usurero en su tiempo libre, ya que prestó al 25 por ciento) ha ocupado primeras páginas y conmocionado a una sociedad ya con callo emocional.
Pero resulta que el préstamo usurario, aquel formalizado a un interés leonino, que solo se puede aceptar por una situación angustiosa, dejó de ser delito con la reforma del Código Penal de 1995, siendo ministro Juan Alberto Belloch. Parece ser que sancionar estos préstamos abusivos íba en contra de las prácticas de mercado pero ahora los usureros vuelven a hacer su agosto. Sus derechos a cobrar o de lo contrario quedarse el bien son como los de los bancos pero, a diferencia de éstos, no les importa negociar la deuda porque lo que prefieren es el bien que sirvió de aval.
Lo advierten las plataformas antidesahucios, hay más casos como el de la anciana en otras ciudades, y asociaciones de usuarios de banca avisan del riesgo de recurrir a estos prestamistas para reunificar deudas: es salir del fuego para caer en las brasas.