Nunca se tiene que subestimar una buena dosis de mala leche. Un calentón, enfado, cabreo o como lo quieras llamar supone una inyección de energía que bien distribuida, ordenada y orientada puede convertirse en un impulso de provecho. Porque, amigo lector, si a ti se te hinchan las narices, puedes enviarlo todo a tomar por saco o, si te inspiras, todavía un poquito más lejos.
Ahora que no nos lee nadie, te confesaré que no soy de los que se mosquean de cara a la galería. Cuando me golpea una injusticia o me encuentro con algo que no me gusta prefiero interiorizarlo en lugar de ciscarme en la madre de Peter Pan. Puede que me quede el amargo sabor de boca por no soltar a diestra y siniestra lo que opino pero intento aprovechar esa fuente de energía que supone el cabreo y, por ejemplo, correr 30 kilómetros mientras se va depurando el cerebro, el corazón y el alma zancada a zancada.
La verdad es que me considero moderadamente pacífico. Evito por norma general el conflicto y prefiero reírme de los problemas porque ya se sabe, cuando uno se enfada tiene dos tareas, enfadarse y luego desenfadarse. Los que me conocéis sabéis que soy un perezoso. Pero una cosa es ser pacífico y la otra, gilipollas.
Y hoy estoy enfadado. Hasta las narices, que es la estación donde desembarca el enfado cuando tienes las pelotas llenas. Me asquea, entre muchas otras cosas, la realidad que rodea a la conectividad aérea de la Isla. Que Vueling tenga el monopolio para escaparte a Barcelona y aproveche para subir precios no lo considero un aspecto más de la oferta de mercado, es una cacicada que parece permitida con el beneplácito d'es que comanden. Porque no hacer nada y lamentarlo y no hacer nada, es lo mismo. No han hecho nada los de ahora, ni tampoco los de antes. Y me da a mi en la punta de la nariz que poco o nada harán los que vengan más tarde.
A ver, que yo en el fondo entiendo que Vueling nos cobre lo que les dé la gana por llevarnos de paseo. El vacile todavía es peor cuando encima lo hacen con aviones precarios en los que los asientos están rotos y no se aguantan rectos, como me pasó el fin de semana pasado en un vuelo que me obligó a estirar las piernas en el pasillo por cuestión de espacio. Y no fui el único.
Pero bueno, amigo lector, que quizás no es para tanto y no tengo que enfadarme. Quizás lo mejor será que vaya a correr unos kilómetros y me peque una buena ducha. Puede que así se me quite la cara de gilipollas que debo tener. Porque si no, no me lo explico.
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