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Los safaris fotográficos que llevé a cabo entre los meses de mayo y junio en África (Kenya) de este año, me dejaron una profunda huella. Ya ni sé las veces que mis sueños se me llenan de leones, leopardos, búfalos, antílopes, facos y toda esa inmensa arca de Noé atropellada ante las asombradas retinas del fotógrafo naturalista. Y cómo no, esas gentes anónimas de los poblados por donde pasé y esa lucha que se adivinaba por la supervivencia.


Desde que dejé a mi guía massai en el campamento de Massai Mara, he tenido la tentación de presentárselo a ustedes. Como verán por la fotografía que acompaña este texto, mi guía massai es un hombre joven aunque desde muy niño no haya hecho en su vida otra cosa que acompañar a su maestro, un viejo guía de fauna africana. A la muerte de aquel, él siguió con el oficio a pie por la sabana africana. Al fallecer su mentor y maestro tuvo que enfrentarse, como tantos otros jóvenes de cualquier parte del mundo, a ese reto repetido de demostrar su capacidad y su valía. Chiumbo (niño pequeño, que así se dice en idioma kiswahili), él conoce los mejores sitios donde encontrar fauna africana. Su penetrante visión me asombraba cada día. Unas veces porque me señalaba las orejas de una pareja de zorros orejudos, que apenas asomaban de su madriguera los pabellones auditivos a una distancia que parecía imposible. Otra veces era el dik dik, un antílope no mucho más grande que una liebre.

Con Chiumbo comprendí enseguida la diferencia entre pegarle un tiro a un leopardo o hacer del mismo una buena fotografía. Un cazador no tiene la necesidad de acercarse tan peligrosamente a un león, un elefante, un búfalo cafre o cualquiera de los peligrosos animales que viven y medran en el África que yo visité. El fotógrafo sí tiene que acercarse y sobre todo tendrá siempre el handicap de ese asunto de la luz, verdadero caballo de batalla de cualquier fotógrafo, y por ende del naturalista.

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La vestimenta de un guía massai es la que ustedes ven en la fotografía. Salvo el cuchillo enfundado en cuero de bóvido que Chiumbo llevaba en la cintura pero detrás de su espalda. El valor de estos hombres es legendario y para mí tengo que verdaderamente temerario. Fíjense: una mañana me llevó a ver una leona con dos cachorros, que yo creí que sería eso, dos cachorros, y resultaron ser dos leonacos más grandes que su madre. Íbamos andando, como se hacían los safaris en la época victoriana. Confieso que hubo algún momento en que me rilé. Me preguntaba a mí mismo qué cosa podría hacer si a uno de aquellos imponentes felinos le daba por pensar que mi guía o yo, o los dos a la vez, éramos su desayuno.

Un facoquero o jabalí de verruga, asustó a un búfalo. Bueno, a un búfalo y a mí. El cafre pasó a unos diez metros de nosotros. Chiumbo como quien ve llover. No se le movió ni un solo músculo y eso que de la fauna africana, ya sabe por propia experiencia lo que significa estar a su merced. El año pasado salvó la pellica del ataque de un leopardo, un felino letal en sus ataques. Pero en este caso tuvo suerte, se trataba de una hembra joven y muy mermada por tener una de sus garras infectada, posiblemente por alguna púa de puerco espín, o quizá simplemente de una acacia.

El día que me despedí de mi guía prometí volver a Massai Mara. Nos intercambiamos un recuerdo. Yo le di el libro que escribí sobre las aves y él me regaló un precioso cuchillo massai, enfundado todo él en madera de ébano, teniendo tallada una mujer desnuda. Un detalle precioso de verdad. También conservaré siempre las fotografías que nos hizo María y aquel vídeo comiendo en plena sabana africana a un centenar de metros de unos elefantes que iban andando a sus cuidados. Una temeridad que hace del recuerdo unos momentos inolvidables.