Cuando llega el frío, me suele dar un ataque de anglofilia aguda, quién sabe por qué… Quizá porque inconscientemente asocio las primeras lluvias del otoño con la literatura anglosajona que tanto me gusta. En cuanto los escalofríos me recorren el espinazo, saco el anorak del armario –una especie de redingote negro relleno de plumas con el que parezco un murciélago gigante, ya lo sé, pero «ande yo caliente y ríase la gente»- y me entran ganas de releer a Agatha Christie.
Este año he procurado diversificar lecturas: en lugar de desempolvar alguno de los 81 tomos de que constan las apasionantes obras completas de Dame Agatha, encargué un ejemplar de «The monogram murders» a través de Amazon y lo devoré nada más recibirlo. «Los crímenes del monograma», como ha sido traducida al español, es una nueva novela detectivesca protagonizada por el belga más famoso de todos los tiempos –con permiso de Jacques Brel, Georges Simenon, Tintín y los pitufos-, Hercule Poirot. Pero, para desgracia de sus rendidos admiradores, entre los cuales me encuentro, no se trata de una nueva entrega de sus investigaciones en sentido estricto, ya que no es un manuscrito inédito de Mrs. Christie, sino una respetuosa imitación de la escritora y poetisa inglesa Sophie Hannah, permitida y fomentada por los ávidos herederos de la primera.
De la misma manera que Torquay, ciudad natal de la Christie, me decepcionó, también lo ha hecho «Los crímenes del monograma»; aunque no lo suficiente para que me arrepienta de haberla leído. Para empezar, porque es casi tan entretenida como las novelas originales. En segundo lugar, porque el brumoso ambiente del Londres de entreguerras está impecablemente bien reproducido entre sus páginas, ningún detalle moderno desentona.
Además, Sophie Hannah ha tenido la honestidad de no intentar adueñarse del bigotudo Poirot, sino que se limita a utilizarlo como un deus ex machina que ayuda al verdadero protagonista, un tal Edward Catchpool, fruto de su propio magín, en el transcurso de una enrevesada investigación criminal.
Una fría noche de 1920, dos mujeres y un hombre aparecen envenenados en sus respectivas habitaciones de hotel con un gemelo de camisa metido en la boca a modo de firma por parte del asesino. La clave del misterio enseguida se desplaza a un acomodado suburbio próximo a la capital, donde las habladurías entorno al comportamiento de un pastor anglicano produjeron una lamentable cadena de suicidios años atrás.
La resolución del misterio no es evidente, pero tampoco tan descabellada como suele serlo en las verdaderas novelas de Agatha Christie, lo cual le resta gran parte de su gracia. El personaje de Hercule Poirot tampoco está muy bien trazado, que digamos. Se le describe como un engreído insoportable, pero sin la punzante ironía que caracteriza al original. Y el comisario Catchpool sólo es un pálido remedo del fiel y sensato Hastings. El estilo de Hannah, por otro lado, es de lo más plano, sin los rasgos de genialidad que caracterizan al de Agatha Christie, chapucera y apresurada como ella sola, pero cuyas descripciones poco tienen que envidiar a las de Pío Baroja, por citar a otro gran impresionista del lenguaje.
Sin ser una completa pérdida de tiempo, «Los crímenes del monograma» no es más que una entretenida falsificación, en definitiva. ¡Desde aquí me propongo a los herederos de Dame Agatha para 'perpetrar' la siguiente!
P.S. No quiero terminar sin recomendar algo de música antigua para acompañar la lectura de Los crímenes del monograma: «Flow my tears», una de las Lacrimae más sentidas de John Dowland, autor del primer Barroco inglés, y una de las piezas más famosas del período, tanto en su versión instrumental como en la definitiva, para voz y laúd. Si la interpretación de Valeria Mignaco es buena, la de Andreas Scholl es aun mejor. En cualquier caso, abstenerse de escuchar la de Sting, tan facilona y empalagosa que apenas la se reconoce. ¡Si el pobre Dowland levantara la cabeza! ¿O era Agatha Christie…? «Exiled for ever, let me mourn;/ Where night's black bird her sad infamy sings,/ There let me live forlorn».