¿A qué huelen las nubes?» rezaba un empalagoso anuncio televisivo de hace unos años. Ni siquiera recuerdo exactamente qué producto promovía pero, por la ñoñería del mensaje, debía de ser algo destinado al público femenino: compresas, tampones, salvaslips o qué sé yo. Podría buscarlo en Internet, pero hay cosas que es mejor no saberlas. Como decía Alejandro Lerroux, corramos un estúpido velo (¿o era «Alzad del velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres»? Eso sí que era un macho alfa y no los politicastros de tres al cuarto que tenemos ahora…).
Chascarrillos absurdos aparte, cada lugar se caracteriza por tener su propio olor. Las ciudades imperiales de Marruecos, que visité durante el cambio de siglo, huelen a especias, incienso de quemador, té a la hierbabuena, tintes naturales –y, por lo tanto, apestosos: ¿quién fue el alma cándida que dijo que todo lo natural olía bien?- y a humanidad que se acicala utilizando fragancias mucho más fuertes que a las que aquí estamos acostumbrados, como el aceite de argán.
Roma, sin embargo, huele a polvo «arqueológico» -un olor muy diferente al del polvo seco, sordo y contaminado de Madrid, donde el paladar sabe a ceniza-, a hierba jugosa –la tierra italiana es tan fértil, aunque poco compacta, que cualquier solar abandonado se convierte de inmediato en un desordenado vergel y los parques urbanos apenas necesitan mantenimiento- y a asfalto recalentado, pues la mayoría de las aceras están construidas en dicho material, mientras que la calzada es de adoquines (que los italianos llaman burlonamente sampietrini).
De las pocas ciudades del norte de Europa que he visitado apenas guardo un recuerdo olfativo: el de las bayas y frutos silvestres que se amontonaban en un mercadillo callejero de Oslo hace diez años. Seguramente por allí hace demasiado frío para que huelan a otra cosa que no sea a mojado…
Menorca no huele a tigre precisamente, como se podría deducir a partir de la exótica ilustración que acompaña a estas líneas, un precioso óleo de Gérôme. La Menorca de mi infancia, que sólo visitaba en verano, olía a abarcas enmohecidas, a aftersun Nivea y a las virutas que se amontonaban en un rincón del patio del taller de ebanistería de mi abuelo, así como a cal desconchada y a humedad. De hecho, en un rincón del comedor de la casa en que vivimos actualmente, que pertenecía a las ancianas tías paternas de mi padre, incluso había una cisterna, cuya agua siempre asociaré al sabor crepitante de las dolces y a nuestra obsesión por acariciar a los gatos esquivos que pululaban por sa sínia. Hoy en día sigue habiendo gatos, aunque ya no nos rehúyen –entre otras razones, porque un par son nuestros y les damos de comer-, pero el pozo pasó a mejor vida y ha sido sustituido por un piano eléctrico.
¿Ubi sunt los olores de antaño, se preguntan los nostálgicos? Los indignados con las macrorrotondas y la explotación salvaje les contestarían que la Menorca de hoy en día apesta a asfalto y a cemento. En mi opinión, aún no es así (aunque quizá lleve camino de serlo…).
La Menorca actual es para mí mucho más rica en olores que la de mi infancia, pues comprende todas las estaciones y cualquier actividad, no solo las propiamente estivales. Sin duda, ahora me huele más a resina, musgo y salitre, dado lo mucho que nos gusta salir a pasear por ahí; así como a barbacoa y a bocadillos crujientes de Ca n'Andrés, consumidos en mitad el campo y en alegre compañía.
Por otra parte, y dado que es lunes cuando termino de redactar estas líneas, se me ocurre fantasear con lo hermoso que sería que mis otoños solo olieran a limo, y a hojarasca, a esclatasangs con ajo y sobrasada, a boniatos y castañas asadas… Pero la verdad es que también lo hacen a rotulador permanente, pegamento Pritt y CPU a punto de estallar, por citar las tres cosas más pestilentes con las que he de bregar diariamente en la escuela.
Así es la vida… ¡por suerte! A veces nos amenaza con el rugido atronador de un tigre para que podamos apreciar mejor el cadencioso ronroneo de un manso gato doméstico.