Cuando llovía corríamos calle abajo a la salida del colegio, como niños atolondrados que éramos, porque queríamos correr más rápido que las gotas de lluvia. A veces apenas nos mojábamos, porque caía una llovizna tímida, un sirimiri de lo más lento y sutil. Pero en ocasiones nos pillaba un chubasco repentino que nos empapaba de pies a cabeza, y yo lloraba desconsolado porque no tenía tiempo de meterme a buen recaudo. Me sentía tan afligido que lloraba a mares, con la cartera de piel de cerdo en una mano, y entre el aguacero, que ya era tan intenso que formaba una cortina de agua y no se veía nada, y mi llanto, que era angustiado y salado, tan abundante como si hubiesen abierto las compuertas del cielo en cada uno de mis ojos, llenábamos la avenida con un torrente amargo y terroso de lágrimas y agua, y era arrastrado calle abajo hacia el huerto del Canal, y el barranco quedaba totalmente encharcado y fangoso, y el barro iba desembocando en el mar por la culata del puerto, y el mar quedaba todo encenagado, y las barquitas, siempre blancas, atildadas, como almidonadas, quedaban verdes y enfangadas como despojos del mar. Había un borriquito en una noria que me veía pasar, arrastrado por la corriente, y lloraba conmigo: «¡Hi-ho, hi-ho!». Y como era cuestión de espabilarse conseguía agarrarme a las ramas de un laurel, y me encaramaba al árbol y desde allí veía pasar sillas de enea y cestos de mimbre y viejas enlutadas y gatos abotargados y almudes de medir grano y cántaros de leche y perros que nadaban como si caminaran, con el hocico en alto, y sombreros de paja y pupitres del colegio y curas de sotana y niños y jóvenes y viejos y hasta estrellas del cielo.
Les coses senzilles
Diluvio
13/10/14 0:00
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