Qué malas son la arrogancia y la soberbia. Qué mal me caen los que miran por encima del hombro, los que se creen más que nadie, los que piensan que la razón siempre está con ellos, los que desprecian a los que consideran inferiores y solo se mueven entre los que consideran sus iguales, los clasistas económicos, culturales o ideológicos. Les confieso, queridos lectores, que ese tipo de persona me resulta más indigesta que una fabada en agosto.
Ya sabemos que el poder es perverso, ya sabemos que el poder absoluto es aún más perverso, ya sabemos que unos cuantos han estado galopando a lomos de todos nosotros para hinchar sus cuentas corrientes en algún paraíso fiscal, sin dar palo al agua, peloteando y arrastrándose por las alcantarillas de palacio, todo esto ya lo sabemos. Pero lo que aún nos llama la atención, y menos mal, es la ambición casi infinita de estas sanguijuelas con traje de seda. No tienen suficiente con sus sueldos millonarios, sus dietas estratosféricas y sus privilegios absurdos, siempre quieren más, siempre quieren mucho más, nos dejan en harapos, o en pelotas, y aún buscan robarnos la dignidad, empeñados en que les demos la razón, empeñados en que les respetemos, empeñados en que les besemos sus lustrados zapatos porque ellos son los que controlan la situación.
Y la semana pasada nos llegó el penúltimo caso, los listos de Caja Madrid y sus tarjetas de crédito fantasmas. Gastos y facturas obscenas de personajes de los principales partidos, de la patronal y de los grandes sindicatos. El penúltimo pelotazo, la penúltima inmoralidad, el penúltimo acto execrable, el penúltimo caso de la pasta que se escapa del control legal para benéfico de los caraduras oficiales. El día que tengamos claro que puede faltar dinero para camas de hospital porque unos listos se lo han fundido en mariscadas habremos ganado mucho. Recordemos que en regiones como Valencia, con cerca del 25% de su población en umbral de pobreza según Caritas, muchos siguieron votando a corruptos y ladrones convirtiendo la cámara autonómica en la cámara de los imputados.
Por cierto, los datos de Caritas son demoledores para el gobierno, por más que se empeñen en hablar de recuperaciones y zarandajas por el estilo, Caritas, que está en primera línea de combate, confirma que la pobreza no deja de aumentar y se cronifica.
Y mientras las elites económicas y sus siervos tiran de tarjeta de crédito Manuela no tiene para su silla de ruedas, a Iván le deniegan la ayuda por dependencia y a sus padres jubilados les hacen esperar meses para una operación de cataratas. A Joana se le parte el corazón porque limpiando escaleras no le llega para la matrícula universitaria de su hija. Alfonso le da vueltas día y noche a la cabeza para no cerrar su tienda y que no le coman los impuestos, Vicente tiene prohibido ponerse enfermo porque es autónomo. Lorenzo ya ni busca trabajo porque está harto de que le humillen. Andrea se bebe sus lágrimas en silencio y lo llora todo por la mañana antes de que sus hijos regresen del colegio, antes de ponerles por sexto día los macarrones con tomate del comedor social, antes de pedir de nuevo fiado una barra de pan para la merienda, antes de recoser por enésima vez los codos de los jerséis.
Porque Andrea se beberá sus lágrimas, y las de sus hijos si fuera necesario, pero una cosa es que ella sobreviva con coraje, y otra muy diferente es que admiremos a los verdugos y despreciemos a las víctimas. Siempre ronda la misma pregunta: ¿hasta cuándo?
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