TW

Había en Florencia un jardín lleno de fuentes con prodigios y cisnes, algunos de los cuales tenían cabeza de doncel o de doncella. Muchas noches una ninfa salía de la Galleria degli Uffizi y bajaba a bañarse en el estanque a la luz de la luna, y se abrazaba a un cisne mayestático que tenía plumas de plata y pico de oro y cantaba arias de ópera con una voz sonora, excelsa, que tenía la virtud de dejar en paños menores a cuantos la escuchaban. Pero el canto del cisne desnudaba también los corazones y hacía llorar al más pintado, pues era tremendamente humano, y cada noche el cisne moría después de su acto de amor y era enterrado con un cortejo riquísimo; pero a la noche siguiente había otro cisne canoro en el lago y volvía la ninfa y así por los siglos de los siglos.

Noticias relacionadas

Había también un carro de musas, ligero como el aire. Las cabelleras de las musas, mecidas por el viento, destellaban bajo el sol y se convertían en cinco rosas pálidas. Había en el cielo mantones blancos, con bordados y flecos, y eran las nubes, hinchadas, resplandecientes. Y entre las nubes tres doncellas florentinas pintadas por Leonardo, y las tres se convertían en tres mil y luego en treinta mil, como en un juego de espejos. La Venus de Botticelli asomaba al Ponte Vecchio, cogía una rosa y caminaba sobre las aguas, que volvía de oro como las fachadas amarillentas de las casas reflejadas en el Arno.

El bronce de Perseo ardía en el pórtico de la Signoria y del cuello cortado de Medusa fluían largos chorros de sangre. Otra rosa volaba sobre la Piazza Signoria, se convertía en lirio y león rampante y coronaba la torre del Palazzo Vecchio, con un pedazo de cielo azul enganchado como mantilla. El David de Michelangelo di Lodovico Buanarroti tiraba una piedra que se transformaba en gorrión y atrapaba en su pico la tercera de las rosas y la ponía sobre el airoso Campanile del Giotto, que era a partir de entonces una peana de plata afiligranada para la más bella de las rosas. Otra rosa iba a parar al baptisterio, abría de par en par la puerta del Paraíso de Lorenzo Guiberti y dentro había una nube de luz azulada con puntitos dorados que eran estrellas y cabecitas de angelitos con alas. La última rosa se elevaba como un cometa hasta posarse sobre la cúpula de Brunelleschi, dominando todos los tejados de la ciudad, y desde allí dejaba caer ríos de pétalos y racimos de hiedra, inundando a Florencia de un aroma de almendras amargas que era la fragancia del tiempo.