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Cuenta la leyenda que a mediados del siglo XIX Abraham Lincoln escribió una carta al profesor de su hijo. Aquel hombre que pasaría a la Historia por abolir la esclavitud en los Estados Unidos, redactó una misiva repleta de sabiduría y buenos consejos. En la carta se decía: «Querido profesor: mi hijo tiene que aprender que no todos los hombres son justos ni todos son verdaderos. Pero, por favor, dígale que para cada villano, hay un héroe; y, para cada egoísta, también hay un líder dedicado. Enséñele que para cada enemigo, allí también habrá un amigo. Enséñele que es mejor obtener una moneda ganada con el sudor de su frente que una moneda robada. Enséñele a perder, pero también a disfrutar de la victoria. Háblele de la envidia para que se aleje de ella. Déle a conocer la profunda alegría de la sonrisa silenciosa y a maravillarse con los libros, pero deje que también aprenda con el cielo, las flores en el campo, las montañas y valles. Explíquele que más vale una derrota honrosa que una victoria vergonzosa. Enséñele a creer en sí mismo, incluso si está solo frente al mundo. Enséñele a ser suave con los buenos y duro con los perversos. Enséñele a no entrar nunca en un tren solo porque otros ya entraron. Enséñele a escuchar a todos pero a decidir solo. Enséñele a reír cuando esté triste y explíquele que, a veces, los hombres también lloran. Enséñele a ignorar las multitudes que claman sangre y a luchar solo contra todo el mundo, si piensa que es justo. Trátelo bien, pero no lo mime, ya que solo con la prueba de fuego se sabe que el acero es real. Incúlquele valor y coraje, pero también paciencia, constancia y sobriedad. Transmítale una fe sublime en el Creador y fe también en sí mismo porque solo entonces podrá tener fe en los hombres. Sé que pido mucho, pero verá lo que puede hacer, querido profesor».

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Hay muchas versiones de la carta atribuida a Abraham Lincoln. Es posible, incluso, que ni tan siquiera la escribiera. Las dudas sobre su autoría, sin embargo, no restan importancia a su mensaje. En efecto, la educación no puede consistir simplemente en la transmisión de conocimientos sobre diferentes materias. Saber matemáticas, lengua, inglés o geografía no garantiza que los niños se conviertan en el futuro en ciudadanos libres, autónomos y responsables. Para ello, es necesario educar en valores que les ayuden a estructurar su vida. ¿Podemos alcanzar un acuerdo sobre estos valores a pesar de la diversidad cultural, religiosa, social y educativa existente en las sociedades modernas? ¿Podemos encontrar un denominador común que todo el mundo desee transmitir a sus hijos? Quizá sea muy aventurado ofrecer una respuesta a esta cuestión. Sin embargo, es posible que, al menos, nuestro acuerdo alcance cinco puntos: 1) el respeto de los gustos y opiniones de los demás les ayudará a convivir de manera pacífica en la comunidad; 2) la sinceridad les ayudará a comunicarse sin miedo a ser castigados lo que les permitirá 'dar la cara' en situaciones adversas; 3) la responsabilidad les permitirá reflexionar y orientar las consecuencias de sus actos; 4) la generosidad les ayudará a compartir su vida con otras personas reforzando el sentimiento de pertenecer a un mundo muy amplio que necesita su colaboración; y 5) la voluntad les impulsará a luchar por sus objetivos, a no desfallecer en el curvas del camino y a construir llaves cuando todas las puertas estén cerradas.

A pesar de los esfuerzos de la escuela en este ámbito, no podemos olvidar que el primer referente de los niños son sus padres. En efecto, éstos deben comenzar las clases de «Educación en valores», un asignatura troncal cuyo contenido quizá sea el único que tengan que seguir aplicando el resto de su vida. Lógicamente, estos valores no se aprenden como una fórmula matemática. Hay que sentirlos, experimentarlos y aplicarlos en la vida cotidiana. Se trata de una cuestión de vital importancia pues está en juego nuestra convivencia futura. Ya lo decía el filósofo Pitágoras hace 2.500 años: «Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres».