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Ibas tras ellos (un joven matrimonio italiano con un hijo de unos seis años). E ibas tras ellos involuntariamente, movido –empujado más bien- por la marea humana que te abocaba hacia el centro de Maó, donde aguardaba el primer jaleo. A pesar de lo inevitable de ese seguimiento, existía un acicate sobrevenido: la curiosidad. Te preguntabas, ante la lógica suciedad imperante de una ciudad en fiestas, por qué los padres se empecinaban en buscar una papelera, aún vacía, en la que depositar unas latas y unos desperdicios… Cruzasteis la Explanada, os dejasteis seducir por la plasticidad de Ses Moreres y Sa Costa de Sa Plaça y alcanzasteis finalmente Es Carrer Nou. El padre permanecía fiel a su búsqueda. El azar –o lo que fuera- hizo que se volviera y, al verte, te preguntara dónde podía depositar su basura. Miraste a tu alrededor y estuviste a punto de decirle que en cualquier parte, ya que estabais rodeados de vasos de plástico, de papeles, de envases, de colillas, de incivismo… Te interesaste por su actitud. La madre lo verbalizó en italiano, pero sus palabras, perfectamente comprensibles, se mudaron en una verdadera lección de ética: «Estamos educando a nuestro hijo. Y ese proceso debe ser ajeno a las circunstancias en las que nos encontremos». ¡Chapeau! –te dijiste y les dijiste, con un saludo metido a sonrisa.

En una cena improvisada, dos estadounidenses permanecían ajenos a la acalorada discusión ideológico-filosófica en la que algunos se habían metido y en la que la argumentación había sido finalmente derrotada por la visceralidad. Preocupado por su mutismo, les preguntaste. Su respuesta fue contundente: para ellos resultaba de mala educación hablar de política o de religión en una reunión social. «Hacerlo –te señalaron- aleja a las personas y radicaliza las posiciones. Nada bueno». Y tú, mentalmente, pronunciaste un segundo ¡chapeau!

Un viejo amigo, socialista convencido, reconocía, ante un conjunto ideológicamente variopinto de colegas, junto al 'Nou', que el actual equipo de gobierno del Ayuntamiento de Maó lo estaba haciendo verdaderamente bien. Ante su imparcialidad, formulaste tu tercer ¡chapeau!

Enfrascado en una novela de Peter Harris, sentado en una terraza de un bar, asistías a un acto de verdadera profesionalidad: el camarero retiraba los restos de tu consumición y limpiaba la mesa que ocupabas con enorme discreción. Dejaba, sin embargo, tu vaso. Era norma de la casa. Se amaba la pulcritud pero no se deseaba paralelamente que los clientes se sintieran incómodos al creer que la gente pudiera pensar que iban de gorrones, que no habían efectuado consumición alguna… Era, ya, tu cuarto ¡chapeau!

A las ocho de la mañana de día nueve transitabas por el Cós de Gràcia y te pellizcabas. Tras las corregudes del día anterior, la calle (casi todas las calles), aparecían impolutas. ¿Estabas en alguna ciudad suiza? Quinto ¡chapeau!

Repasando lo vivido, te reiteras ahora en la vieja idea unamuniana de que, más allá de políticos y de fuerzas vivas, quienes levantan o hunden un país son, a la postre, y siempre, los ciudadanos de a pie. Habías vivido cinco episodios, cinco ejemplos reales de bonhomía, de tolerancia, de ejemplaridad, de –y repites la palabra- civismo. Larra, probablemente, se haría cruces. ¿Había sucedido todo aquello en tu ciudad, en tu país (tan propenso a la radicalidad, a la picaresca y al «sálvese quien pueda») o formaba parte de un sueño (un bello sueño)?

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Ya de regreso a casa te topaste con algunas chonis emporradas, con dos energúmenos que lanzaban a una palmera litronas vacías, con alguien orinando en una esquina y con unos que, a grito pelado, y desde una terraza, proclamaban a los cuatro vientos, su desamor… Larra se alejaba, una vez más, mientras aquella realidad puntual, hermosa, se desvanecía lentamente. Dejabas Suiza. Pero sucedió. Y fue bonito. Muy bonito. Mientras duró.