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No me gustan las prisas. Me pongo nervioso y salgo rebotado del modo alfa en cuanto noto que el tiempo corre en mi contra. De hecho creo que la felicidad, siendo un estadio tan acogedor como volátil, y aceptando que se asienta sobre inciertos pilares, no me cabe duda de que precisa de un cimiento sólido sobre el que apoyarse. Y ese material que actúa de zapata y que es tan difícil de reproducir, e incluso de identificar, tiene sin embargo una propiedad bien definida: se disuelve velozmente con las prisas.

La urgencia impide gozar del momento: aunque estuvieras rodeado de algo sublime, apetecible, irrepetible, deseable, emocionante o enternecedor, no lo verías.

Perdonen si les hablo de mi persona (al fin y al cabo es una manera de no tocar las narices a nadie, excepto si quien se arranca a hablar de sí mismo está situado en el asiento de al lado en un vuelo transoceánico), pero me siento hoy tentado de comentarles algunos aspectos de mi relación con la prisa.

Normalmente evito su maléfica influencia incorporando un poco de pesimismo al cálculo de los tiempos necesarios para cualquier desplazamiento. Así puedo pasear hacia una cita en vez de correr hacia ella, con lo cual el mundo circundante se convierte en un estímulo en mayor medida que en un estorbo. La distancia se torna cantera de novedades en vez de inhóspito muro a sortear.

Por ejemplo, nadie en su sano juicio puede sentirse feliz mientras deposita su dinero, su cinturón y su teléfono móvil en la bandeja del dispositivo de seguridad del aeropuerto si sabe que quedan tres minutos para el cierre del vuelo y ha tenido ocasión de comprobar que según esta tendencia actual de los aeropuertos el viajero es conducido obligatoriamente, antes de llegar a las puertas de embarque, por un mundillo fantástico y lleno de colorido, decorado con tiendas y restaurantes que en alguna ocasión -en la que no llevaba prisas- me ha hecho perder la noción del espacio y el tiempo en tal grado que he llegado a creer que estaba de shopping (cuando detesto ir de compras) en algún centro comercial, olvidando por unos momentos mi status contractual de cuerpo presente en tránsito hacia un avión.

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En otras ocasiones es la falta de diligencia de terceros lo que nos incorpora -contra nuestra voluntad- al reino de la espera impaciente, prima hermana de la prisa, como sucede cuando nos eternizamos en un restaurante sin que ninguno de los miembros de la trepidante plantilla tenga la consideración de acercarnos el solomillo al oporto que nuestro estómago empieza ya a detestar toda vez que ha hecho, rato ha, la digestión de la ensalada de cangrejo.

Hace bien poco, sin ir más lejos, sufrí un contratiempo causado por mi relajación a la hora de elegir el grado de pesimismo a incorporar al margen que suelo conceder a las previsiones sobre incidentes inesperados durante un importante desplazamiento, y digo importante porque debía traer a mi hijita pequeña desde Londres hasta Menorca, y el hecho de no encontrar contratiempos cuando viajo con mi niña resulta para mí prioritario. Pues bien, al salir de casa con la criatura y dos maletas (afortunadamente pequeñas) descubrí que se celebraba allí mismo el, al parecer famoso (aunque para mí hasta entonces desconocido), carnaval de Notting Hill y que la dirección de la densa masa de ilusionados participantes (ñus, en ese inolvidable momento para mi desbocado cerebro) coincidía exactamente con la contraria que yo debería remontar si quería acceder a algún medio de transporte. Hubiera sin duda perdido el vuelo y la razón si no fuera por la compasión de un policía que me abrió la verja que contenía a duras penas a la inquietante manada y me condujo hasta un taxi libre que de milagro se encontraba en el centro de la calzada, dentro del, por otra parte monumental, atasco.

Comprenderán entonces lo que sentí unas horas después cuando superada la infernal prueba me encontré bañándome con mi hija en Canutells, rodeado de paz, amables vecinos, aguas transparentes y sin necesidad de vigilar la cartera: la esquiva felicidad.

Quizás Menorca constituya todavía eso para mí (y para tanta otra gente): una excelente zapata.

Recemos (y votemos) para que dure.