La frase del título de este artículo, ya lo habrán sospechado, viene traducida del famoso libro «El principito», publicado en 1943 por el escritor y aviador (o al revés) Antoine de Saint-Exupéry, justo un año antes de una muerte tentada: pilotando durante una misión de espionaje que partía desde Córcega hacia la Europa continental para preparar la invasión aliada a la Francia ocupada, abatido sobre el Mediterráneo, pulverizado cerca de la costa de Marsella (dicen: los restos de su avión con su identificación personal, y con el punto y seguido a la leyenda, no se recobraron hasta finales del siglo pasado; otros miran a los asteroides de turno con sonrisa pícara). En su idioma original, la obra, una pequeña novela que gravita sobre cuestiones filosóficas con la levedad con la que se abren los pétalos de una rosa (única e irrepetible), se llamó «Le Petit Prince», y la adaptación en catalán, con forma de musical, que pude ver hace unos días en Líthica (un escenario perfecto para cualquier aterrizaje forzoso), se bautizó como Un petit príncep y ha sido la culpable de mi vuelta a las páginas del libro de bolsillo que he venido paseando por diferentes épocas/planetas de mi vida, con las famosas acuarelas del propio Saint-Exupéry salpicando de colores y figuras, para recordar (otra vez) que un sombrero puede dar mucho miedo y no ser lo que parece.
Esta versión menorquina, dirigida por Ivan Andrade y Joan Taltavull, con música original (y bellísima) de Marco Mezquida, cuenta con un principito encarnado por Stefán Halldórson, que a sus 14 años deja al público con la boca (y la mente) abierta, y con la participación también brillante de Mireia Estrany y de los propios Andrade y Taltavull. Las acuarelas de entonces, las que habitan ese libro que aún me acompaña, cobraron vida en las representaciones de la cantera del anfiteatro, con una puesta en escena sencilla (qué más podría necesitar esa grieta de fondo), y fue más que suficiente para entrar en el ritmo del desierto en el que se encuentran el aviador de la novela (un álter ego del autor) y este pequeño príncipe (un álter ego del autor cuando era niño) que llega de un planeta lejano (el asteroide B-612). Con él recorrimos los distintos planetas (aquí, círculos de tiza trazados en el suelo) y repasamos las distintas lecciones que aprende/da este soñador mientras viaja en busca de un amigo (por si alguien pensó que crecían como setas, o que bastaba con lo que dijera Facebook). Eché de menos al zorro (cómo no hacerlo: ¡el zorro!), aunque compensaron su ausencia en el guión con algunos de sus consejos repartidos aquí y allá, esos que el joven príncipe repetía al escucharlos para poder fijar la enseñanza en su mente extraterrestre: «He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos» o este otro, «Lo que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella». Lo esencial me lo han recordado también mis padres con su visita a la isla: una conversación, un desayuno, un abrazo, una confesión, una puesta de sol, una ayuda/un pozo en medio del desierto. Lo mismo que me enseñó Ayla, a sus tres años de risas. También veo (sin ver) esencial la acción; ir más allá de la palabra, del pensamiento, del deseo, de la frustración: atajar y aceptar. Será así la ciudadanía la que cambie el destino de este planeta que habitamos (ese otro asteroide) y para ello habrá que romper absurdas consignas como la que seguía el farolero en la obra de Saint-Exupéry.
Cita a ciegas
Lo esencial es invisible a los ojos
La frase del título de este artículo, ya lo habrán sospechado, viene traducida del famoso libro «El principito», publicado en 1943 por el escritor y aviador (o al revés) Antoine de Saint-Exupéry, justo un año antes de una muerte tentada
19/08/14 0:00
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