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Quisiera hoy olvidar por un momento las imperfecciones de la compleja realidad para solazarme en el reconocimiento a un personaje que habita dentro de una persona sabia y buena.

Para cuando PJB lea estas líneas (su voracidad lectora me invita a pensar que visitará también mi columna), ya habrá sido homenajeado con todo merecimiento por el estamento periodístico de nuestra isla al cumplirse estos días el cincuenta aniversario de su primera colaboración en «Es Diari».

Comencemos por constatar que el personaje es polifacético, como sería de agradecer que lo fuera cualquier homo sapiens; y se puede afirmar de la persona que rezuma calidad, circunstancia ésta tan apreciable como infrecuente en nuestro ecosistema copado de serie por fantasmas y forajidos.

De entre sus múltiples actividades, me centraré para este boceto sólo en unas pocas, concretamente en aquellas susceptibles de ser informalmente comentadas, sin cometer la inconveniencia de entrar en jardines íntimos que no me corresponde explorar.

Ya en cierta ocasión afirmé con determinación en esta columna que, según mi habitualmente titubeante, pero en este caso infalible criterio, el médico es el mejor amigo del hombre: cuando uno está jodido no acude en primera instancia ni a su perro ni al presidente de la diputación de Castellón; pues bien, el hombre del que hablamos es en efecto galeno. Y además se ocupa específicamente del considerado por muchos mortales como el segundo órgano preferido, aquel que nos permite gozar de la belleza de una puesta de sol o identificar a cuarenta metros unos labios siliconados; aquel que nos habilita para detectar un pelo en la sopa o el brillo de un relámpago en medio de la tormenta.

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El entrañable sujeto motivo de este sincero homenaje es - como se puede colegir de las precedentes líneas de esta mesurada loa-, además de oftalmólogo, articulista, comentarista, reflexionador sensato (añado ahora)... y, otrosí sostengo, que en estas facetas ha destacado y destaca por prestaciones tan valiosas e inusuales como el sentido común, la tolerancia, la independencia de criterio, la falta de adscripción a dogmas preestablecidos y la trazabilidad de sus convicciones.

Supongo que la suma de estas cualidades, unidas a una prosa elegante y precisa le facilitaron el acceso a las tribunas del diario «El País», circunstancia está que siempre me ha producido una cierta envidia, no sé si demasiado sana.

De su habilidad como novelista imagino que da fe su currículum, pero personalmente destacaría en este campo su novela «Dorada a la sal» por ser la primera suya que disfruté, por retrotraerme su lectura a la Menorca fascinante de los tiempos de mi juventud y por darse la circunstancia de que me pidió, demostrando en esa ocasión un puntito de insensatez, prologar su segunda o tercera edición, cosa que hice con agrado no exento de cierto pudor.

Sobre su labor ateneística nada me atrevo a comentar; bien la han apreciado ya los amantes de la ciencia y la cultura que han podido disfrutar de las actividades programadas durante su mandato.

Pero lo que sí me animo a destacar por encima de todas estas facetas favorecedoras de su perfil, es su condición de abuelo enamorado, porque es quizás en este título donde demuestre de manera más transparente su calidad humana: ver en compañía de un entusiasta yayo películas de Charlot es un master al que pocas nietas tendrán acceso, ocupadas como estarán con la tablet y otras pantallas táctiles más o menos electrizantes.

Es una pena que nuestro homenajeado personaje, a pesar de sus innegables virtudes, luzca una mácula en su perfil: teniéndolo a prior tan fácil, se decantó sin embargo, y desde un principio, por adorar al club de fútbol equivocado.