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Desplazo hoy mi mirada incrédula, y sólo a modo de terapia, hacia mi entorno más inmediato, lo que echándole un poco de imaginación a la metáfora llamaríamos piel de conejo, alejando así mis pensamientos de la otra piel, la de toro, pellejo éste que acumula ya tanta mugre que produce cierto repelús acercarse a él aunque sea sólo con el órgano que se ocupa del discernimiento. Y esta desafección, junto con cierta nausea nacen de constatar que continúan apareciendo entre los pliegues del cuero hispano (y a diario), nuevas noticias de -al parecer ya amortizados- macroengaños que me hacen pensar en la posibilidad de que exista en España el equivalente a un cabo furriel que vaya organizando los turnos del mangoneo para que no se apelotonen. Ahora toca a los sindicatos, ahora al cuñado real, luego al tribunal de cuentas, después a Matas. Dejando un hueco de vez en cuando para los partidos y el resto de administraciones, con sus comunidades autónomas, sus diputaciones, ayuntamientos y toda la pera; y luego Matas otra vez, que éste necesita doble turno para dar abasto.

Y no es que en Menorca falten zonas pantanosas, pero al ser un territorio de reducidas dimensiones, sus cocodrilos me resultan más familiares, y enternecedoras las venales moviditas que salen a la luz de vez en cuando reptando desde debajo de la alfombra. Lo dicho, me centraré en nuestro íntimo paraíso para desengrasar un poco.

En este sentido diría que es curioso: uno ve ruinas por ahí por el mundo, en Pompeya, Machupichu o Alepo e imagina que su existencia se explica básicamente por fenómenos naturales como terremotos, volcanes, sequía o inundaciones, pestes, plagas ....,o acaso por fenómenos más humanos, como guerras, civilizaciones venidas a menos por motivos económicos, etc.

En Menorca, que tenemos también vestigios históricos de carácter excepcional como los megalíticos, disfrutamos además de otro tipo de ruinas debidas en este caso a un mecanismo mucho más sencillo que los arriba mencionados, pero sin duda más eficiente (por rápido): la pura sandez.

Me explico. Tradicionalmente hemos vivido en sa roqueta dos maneras de entender el desarrollo. La primera consiste en proteger el patrimonio por el método surrealista de conducirlo a la ruina (el puerto de Mahón y el campo están sembrados de ejemplos); la otra, que coincide a menudo con el cambio de signo político, se substancia en trasladar la ruina al paisaje, llenándolo de cemento, asfalto y farolas, cuando no le meten un tajo al acantilado de Sa Punta des Rellotge y se quedan tan anchos.

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Todo ello bajo la cobertura de un par de frases con olor a naftalina: «lo dictan las leyes», «lo permiten las leyes».

Me pregunto para qué sirve un político (que cuesta un dineral -cuando no tres dinerales si se anima a choricear-) si no es para identificar una ley absurda y proceder a transformarla. Pues que alguien me explique que calificativo debo poner a leyes que amparan y promueven la ruina de Venecia, la Llangostera, La Solana, el Hostal Miramar y próximamente quien sabe si el Lazareto.

Cuando la prioridad reside en construir una cárcel, vamos mal. Cuando se desprecia la dignidad de la casa familiar, chungo también.

Propongo una tercera vía: cambiar las absurdas leyes que tontean con la ruina mientras se emprende un futuro inteligente que consistiría según mi humilde criterio en respetar la naturaleza privilegiada que nos envuelve y ceder a la iniciativa privada la reconstrucción de todo aquello que la sandez ha dejado caer en el derrumbe (literal) o la necrosis (figurado).

Hemos visto reflotar un barco como la Isla del Rey a manos de un militar y político, pero que ha conseguido esta hazaña obviando quizás estos dos perfiles y enarbolando su faceta de amante del puerto y tenaz captor de la entusiasta y desinteresada colaboración popular.

Quizás vendría bien un político que decididamente se proponga desmantelar el status quo que mantiene vivo alternativamente un descabellado desmoronamiento de nuestro patrimonio más emblemático y la rigurosa dilapidación de nuestro bien más escaso y quizás por ello más valioso: el paisaje heredado.