He estado echando un vistazo crítico a las últimas colaboraciones que he escrito para «Es Diari» y me he dado cuenta de que llevo no pocos artículos destilando bilis. Y eso ha de acabar.
No es que se me hayan agotado las razones para despotricar contra el establishment, sobre todo después de haber asistido a la triste desaparición del presidente que no se precipitó a formar parte de la plantilla de una multinacional (y comprobar además que los que quedan vivos y coleando no tienen ninguna pinta de sentirse avergonzados al desfilar junto al cadáver), pero lo que sí se me han agotado por el momento son las ganas de estar cabreado.
Estar cabreado sube el colesterol (te inflas a untar quintales de mantequilla en la rebanada del desayuno por pura rebeldía); sube la presión arterial (se te hinchan incluso las venas del cuello, por no hablar de las gónadas, cuando escuchas prometer a nuestros más correosos caraduras); se dispara el azúcar (le metes unos meneos a la tableta de chocolate que la dejas tiritando, solo para intentar compensar la continua hemorragia de serotonina que te viene secando los centros receptores del placer cada vez que compruebas que continúan sin producirse dimisiones ni encarcelamientos); suben los triglicéridos (te mazas a tintorro de pura ansiedad) y el ácido úrico (no por vía de pasarse con el marisco, ya que si no perteneces al gremio de los receptores de dietas te lo tienes que pagar de tu bolsillo, sino por vía del exceso de sobrasada que pusiste en el bocata para subrayar tu indignación).
En justa compensación, estar cabreado por la plaga de garrapatas que nos ha caído encima, te baja la libido. En mi caso, que hasta la fecha soy hetero y lo que me gustan son las tías, las Sorayas, sin ir más lejos, me dejan sí embargo como anestesiado, encefalograma plano para entendernos, pero si hablamos ya de Valenciano o La Cospe me sitúo al borde, en lo que a excitación sexual se refiere, del nivel que muestra Tintín en sus aventuras en el Tíbet . Y no porque sean feas, ni mucho menos; algunas de ellas tendrían su morbo si no se transparentara, en cuanto abren la boca, que me tienen catalogado como un perfecto gilipollas, ansioso de tragarme lo que me echen, a tenor de las sandeces y las trolas que repiten sin rubor y con las que pretenden seducirme, y no por que sean promiscuas, ni siquiera por amor, que se las ve el plumero a la legua, sino para liarme y llevarme al huerto de las urnas para que introduzca mi voto en su casilla.
Me precipito, antes de seguir adelante, a advertir que si yo fuera mujer o gay me pasaría exactamente lo mismo (y por idénticas razones), con los primeros espadas que desarrollan su faena (nunca mejor dicho lo de faena) en el ruedo patrio, con el agravante en el caso de Mariano o de Alfredo de que les queda fatal la barba.
Lo dicho. Se acabó eso de andar cabreado; me conviene subir nota en la analítica que mi médico me ha recomendado que me haga.
A partir de ahora, pura indiferencia. ¿Que sale Floriano a soltar chorradas en la tele?, hago zapping. ¿Que sale Alfredo a pontificar?, aprovecho para ir al baño. ¿Que le toca el turno de dosis de consigna a Mariano o a cualquiera de las Sorayas?, aprovecho para mirar el Facebook. ¿Que empiezan con los mítines y llegan esos momentos magistrales en los que los candidatos son avisados de la conexión con las televisiones y de pronto se produce ese maravilloso y unísono agitar de banderas?, eso...eso no me lo pierdo ni de coña, porque en vez de cabrearme me muero de risa, y la risa baja la tensión. No me digan que no es gracioso ver cómo el orador cambia el paso al oír la trompeta, y los que están a su espalda, esto es, los encarados a cámara, entrenados previamente en el arte de mostrar euforia repentina, despiertan al unísono de su letargo y se menean y gritan y aplauden como energúmenos.
Sólo por contemplar ese momento tan teatral, pretendidamente generador de clímax y comunión del clan, pero que resulta en realidad tan patético, merece la pena pagar la pasta que nos cuestan las campañas electorales.