San José, esposo de María y padre de Jesús, era antiguamente tratado, principalmente en las lecturas del Nuevo Testamento, como Pater Putativus. Lejos de insultarle, lo que se hacía era remarcar que era el «que podía ser considerado padre» de Jesús, Ese Pater Putativus, se abreviaba como P.P. y que acabó leyéndose como Pepe.
En el corazón de José, el Señor puso en grado excepcional los sentimientos paternales. Los sentimientos de padre no son solo fruto de unas relaciones biológicas de dos personas, sino también un don y una gracia de Dios. Es necesario recordar que José tuvo hacia Jesús todo aquel amor natural, toda aquella afectuosa solicitud que el corazón de un padre puede conocer. Pasó José años de trabajo y de sacrificio siempre cerca de su esposa, y murió poco antes de que su Hijo empezara la predicación.
La festividad de San José, día 19 de marzo, también es celebrada como el Día del Padre.
A todos los padres del mundo, a veces desmerecidos frente a la labor de las madres, va hoy dedicado este relato cuya redacción básica se halla en Catholic.net.
Cuenta la leyenda que cuando Dios creó a los padres comenzó con una talla grande. Un ángel se le acercó y le dijo: «¿Qué clase de padre es ese? ¿Si estás haciendo niños tan cerca del suelo, por qué pones al padre tan arriba? No podrá jugar a canicas sin arrodillarse, arropar a un niño en la cama sin torcerse la espalda, o besarlo sin encorvarse».
El Señor, sonriendo, replicó: «Es cierto; pero si lo hago del tamaño de un niño, ¿hacia quién podrían los hijos alzar los ojos buscando protección?».
Y al hacer las manos, Dios las hizo grandes y musculosas. El ángel movió la cabeza y observó: «Manos tan grandes no serán capaces de sujetar un pañal, abrochar botones pequeños, ni las gomas con que se sujetan las coletas ; y menos podrán sacar la astilla que se le clave a un chico al subirse a un árbol».
Y el Señor repuso con una sonrisa: «Ya lo sé, pero son lo bastante grandes para albergar todo lo que un chico se saca de los bolsillos, a la vez que lo bastante pequeñas para tomar entre ellas, cariñosamente, la carita de un niño».
A continuación, Dios le dotó de unas piernas largas y finas y de anchos hombros.
«¿Te das cuenta de que acabas de hacer un padre sin regazo?», exclamó el ángel.
El Señor le dijo: «Un regazo le hace falta a la madre. El padre tiene necesidad de hombros vigorosos para ayudar a un chico a mantenerse en equilibrio en la bicicleta, o para sostener a la niñita que se ha cansado de andar».
Dios estaba entregado a forjar un par de pies descomunales, cuando el ángel no pudo contenerse más: «Pero ¡qué disparate es eso¡ -objetó- ¿Crees que un padre con tan enormes peanas será capaz de llegar rápido a la cama del bebé cuando en la madrugada se eche a llorar? ¿O que podrá mezclarse con los invitados a la fiesta de cumpleaños de su hija sin aplastar al paso a tres o cuatro de sus amiguitas?».
Con una sonrisa, el Señor le contestó: «Esos pies cumplirán su función, ya lo verás. Servirán para sostener al niño si le da por cabalgar sobre ellos soportarán y tendrán la fuerza para pedalear con un pequeñito un paseo en bicicleta».
Dios trabajó toda la noche; dio al padre pocas palabras, pero una voz firme para mostrar autoridad.
Finalmente, y como un último pensamiento, le dio también lágrimas.
Terminada su obra, el Señor se volvió hacia el ángel y le dijo: «Y ahora, ¿estás satisfecho? ¿Te das cuenta que será capaz de amar tanto como una madre?».
Y el ángel no dijo más.