Debe ser cuestión de creérselo. Como cuando la madre amorosa le dice a su pequeña María: eres la niña más guapa del mundo. Como cuando el papá protector le dice a su pequeño Alejandro: eres el niño más fuerte del mundo. Para no caer en tópicos de educación sexista imaginemos, queridos lectores, que papá le dice a Alejandro que es el más guapo del mundo y mama le dice a María que es la niña más fuerte del mundo. Mejor así, porque de machos alfa ya vamos sobrados.
Me gusta cuando la gente del sur le dice a alguien: eres lo más grande. Ese «grande» lo engloba todo, eres el más simpático, el más divertido, el más cariñoso, el más inteligente, al que más se quiere, el que más vale, el mejor. Es bonito decirlo y que te lo digan. Y es bonito decirlo sin esperar nada a cambio. En un mundo que se mueve entre el ataque feroz y el peloteo más nauseabundo, los piropos de corazón se agradecen sobremanera, son como encontrarse un político honrado en un cargo de responsabilidad, un soplo de aire fresco.
En las personas ser el mejor debería ser una cuestión de actitud y de valores, y no de reconocimiento social. El mejor no es siempre el que más gana, el que más éxito tiene, el que más fama alcanza. Si identificáramos a los mejores como los que más tienen nos saldría una lista muy ecléctica, junto a nombres honorables encontraríamos otros de auténticos ladrones que se lo han llevado crudo a paraísos fiscales, y no son los mejores porque ni siquiera se acercan a ser buenos. Si uno consigue la pasta robando o explotando personas haciéndolas trabajar en condiciones de esclavitud, no es una buena persona por más que después done dinero a obras benéficas para lavar conciencia o para mejorar imagen corporativa, piensen ustedes en quien quieran.
Respecto a las mejores obras o sitios parece que el criterio es el consenso social. Sin embargo se puede crear una duda razonable, ¿la mejor película es la que más gente va a ver, la que mejores críticas recibe, o la que mas premios gana? Y así con prácticamente todo, cuál sería la mejor ciudad del mundo para vivir, cuál sería la mejor pizza del mundo, o la mejor playa de Menorca, o el mejor libro, o el mejor restaurante, la mejor serie de televisión, el mejor cuchillo jamonero, o las mejores zapatillas de deporte, por poner solo unos poquitos ejemplos.
No es mi intención caer en el relativismo absoluto, pero a mí no me basta con que un grupo de expertos diga lo que es o no es mejor en cada momento, su credibilidad está tocada desde el momento que sus estudios los patrocinan marcas que lo que quieren no es un mundo mejor, si no vender su producto.
Nuestras élites políticas y económicas no se cansan ahora de decir que nuestro país es referente de no sé qué, y que ya estamos saliendo de lo que ellos llaman crisis y los demás llamamos estafa, que somos los mejores y todo con un par, que testosterona no les falta. Y lo sueltan sin inmutarse a pesar de que la pobreza se extienda como una pandemia, la gente se muera en los pasillos de urgencia, o los casos de corrupción les salpique a prácticamente todos.
Es de una arrogancia y una prepotencia de tal calibre que se necesitan toneladas de bicarbonato para digerirlo. Que ellos se crean los mejores no significa que lo sean. Es como si yo por el hecho de haber titulado este artículo como lo he hecho me pensara que realmente es el mejor del mundo, en definitiva un autentica majadería, por más que mamá siempre me dijera lo fuerte y lo guapo que soy, eran otros tiempos.
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