Las redes sociales, los blogs y demás escaparates virtuales están acabando con espacios reservados antes a la intimidad como el que ocupaba el diario personal. La bitácora de lo que hacemos, comemos, leemos, vemos, pensamos, odiamos, los viajes que hacemos, reivindicamos, los estados de ánimo que atravesamos y el resto de vaivenes cotidianos que arrastra esta especie nuestra llamada humana, quedan en muchos casos expuestos en este mundo raro en el que los amigos no siempre son tan amigos como parecen (basta con un clic), y aparecen con el maquillaje que esa conciencia de lo público presupone. La autocensura está sentada a nuestro lado, con cara de cínica, cuando escribimos algo que sabemos que va a ser leído (por personas conocidas o no) y nuestra verdad queda arrinconada, por lo que se pierde así una de las misiones principales de ese diario: el desahogo y conocimiento de uno mismo. León Tolstoi, un gran aficionado a los diarios y que como tantos otros escritores célebres publicó también (mucho antes de la era Facebook) algunos de esos tomos de pensamientos personales, decía que «cuando uno escribe un diario, percibe de inmediato cualquier cosa que sea falsa». Y es cierto, ante el papel y la soledad, y con la convicción de que aquello será un documento secreto que no saldrá de allí (a no ser que el autor de ese diario se convierta en un personaje relevante y sus herederos traicionen su memoria por un maldito puñado de dólares), uno es más natural, más auténtico y no se esmera en fingir ser quien no es.
¿Y de qué sirve desenmascararse? Pues son varios, me parece, los beneficios. Puede servir para tratar de poner en orden la cabeza, la etapa vital o, como decía, como mero desahogo, pero es también un trampolín para tomar decisiones, una especie de meditación o paréntesis para estar a solas con uno mismo o una caja (negra) de secretos, da igual la función en cada caso, el caso es que da resultado, y lo importante es escribir cada día, un cuarto de hora es más que suficiente, y si puede ser a mano, mejor. No hace falta ser escritor ni aficionado al arte literario para llevar un diario, porque no se trata de crear una obra de arte –no importa el cómo, importa el qué– y es ésta una terapia como otra cualquiera, pero más barata y sencilla que la media: los únicos requisitos son ser honesto, ser constante y no ponerse límites, además de tener un soporte físico en el que escribir todo aquello que nos ocurre, lo que soñamos y lo que nos atemoriza, ya sea un cuaderno clásico, bolígrafo y papel mediante, o una tableta y todos sus primos tecnológicos. Cada uno encontrará su hábitat, su horario, su escondite.
El objetivo, en mi caso, es sobre todo la escucha. Vivimos avasallados por informaciones del exterior, injusticias, vídeos absurdos que nos hacen reír de perros humillados por gatos, catástrofes naturales que dejan de serlo cuando el hombre es culpable, desigualdad social, recetas de cocina, corrupción política y financiera que permanece impune, películas de culto y otras que nos dicen cómo se ha de ser, series de zombies, anuncios de alimentos cancerígenos, esclavitud siglo XXI, problemas tan graves como la crisis total de una civilización a punto del colapso, porno, mensajes a deshoras, paseos entre flores amarillas, gestiones suicidas con las empresas de telefonía, tanatorios, talleres mecánicos, grupos de WhatsApp, bodas y comuniones y todo lo ingerimos sin hacer en la mayoría de los casos (sálvense los yoguis de todo esto) la digestión mínima para no explotar. Sin respirar más que lo justo para sobrevivir.
Hay estudios que demuestran que la escritura es curativa y no solo en lo que al espíritu se refiere sino también físicamente: el hecho de volcar en un papel aquello que nos martiriza reduce los niveles de estrés. Además, al releer más tarde esas páginas clandestinas (que quien quiera mantener a salvo de sorpresas póstumas tendrá que lanzar a la hoguera/papelera a tiempo), uno puede analizarse mejor y comprobar cuáles son esos patrones que dictan disimuladamente nuestra vida. Es un atajo para ganar algo de perspectiva y encontrar incluso soluciones para asuntos estancados. Las preocupaciones que se repiten de forma inconsciente en el diario te dan una pista de por dónde empezar esos cambios que vamos prorrogando por miedo a vaya usted a saber a qué. Un diario, en definitiva, es ese único reducto en el que no pensamos en un posible lector en estos tiempos en los que la escritura ha vuelto a un primer plano, con nuevas formas de expresión añadidas, sí, pero escritura y lectura al fin y al cabo. Cualquier día, además, es bueno para comenzar un diario: «Martes, 18 de febrero de 2014. Hoy me pregunto...».
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