Si alguien me dijese que ha sido contratado como recepcionista de hotel o por una low cost en calidad de auxiliar de vuelo y a la vez confesara que no habla ningún idioma distinto al español, daría por hecho que miente.
Sin embargo si me asegurasen que el embajador español en Londres no habla inglés, recibiría la noticia con estupor, por lo chocante de la circunstancia, pero la juzgaría perfectamente verosímil.
Ello se debe a que todo parece indicar que para el gremio político no resulta demasiado relevante el dominio concreto de ninguna materia, y esto incluye naturalmente los idiomas.
Creo recordar a tal efecto que los primeros espadas que me han gobernado hasta la fecha no han destacado por la facilidad con las lenguas, excepción hecha del gran Aznar, quien hablaba con decoro el catalán (adoraba practicarlo en la intimidad), dominaba el inglés ranchero americano y además podía pronunciar el español con impecable acento tejano en cuanto le subía la bilirrubina al contacto con el señor del universo.
Aunque quizás la excepcionalidad de nuestro macho alfa políglota pudiera derivarse de cierta ambición comprensiblemente alentada por la rivalidad con su esposa, quien habría colocado el listón muy alto con sus sobresalientes dotes en el manejo de la cosa pública y un impresionante dominio del inglés (como tuvimos ocasión de admirar con motivo de su vibrante defensa de la candidatura olímpica).
Al contrario de esta modélica pareja, podemos apostar con cierta garantía de acierto a que los esfuerzos por aprender la lengua de Shakespeare realizados por los siguientes inquilinos de la Moncloa no han dado los frutos deseados. Bástenos para aventurar tal afirmación observar sus caretos durante los encuentros que mantienen fuera del tiesto patrio.
Pero no pretendo con mis divagaciones criminalizar el desconocimiento del inglés. Yo mismo tengo problemas con los idiomas, y tampoco puedo decir que sea especialista en ninguna otra materia (lo de diletante al pie de mi foto no es broma) y quizás constituya esa circunstancia un excelente motivo para no haber optado a la presidencia de gobierno alguno, ni siquiera a ocupar un banco en el hemiciclo, pagando así yo mismo el precio de mis limitaciones en lugar de cobrar por ellas.
Parece ser que este escrúpulo ,quizás un tanto mojigato, no es universal en la especie, ya que no me sorprendería que, por ejemplo en ese escenario de las cortes al que hago referencia, ejercieran su vocación algunas personas escasamente preparadas para las materias que se les asignan. Solamente si se confirmara esta hipótesis se explicaría que esa factoría de leyes dé a luz con tanta regularidad leyes injustas, como la ley del embudo, plenamente en vigor como sabemos quienes venimos rescatando banqueros y financiando gilipolleces de políticos megalómanos y otras onerosas hierbas, amén de lanzar al mercado leyes interpretables en tal grado que permiten a las más grandes multinacionales pagar unos impuestos ridículos en relación a sus beneficios.
Pero en realidad no quería hablar de estos asuntos tan grises. Lo que pretendía era señalar como motivo de esperanza una noticia leída en este diario que nos confirma que el nuevo PTI será puesto (de nuevo) en manos de un doctor en Arquitectura y licenciado en Sociología y Ciencias Políticas, que, otrosí, «acumula numerosos premios y distinciones en este ámbito, además de ser profesor titular de Urbanismo en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid». En otras palabras, un propio que sabe de lo que habla.
Tras un primer momento de euforia al conocer que alguien competente se ocupará de dictar normas que me afectarán, me asaltan un par de inquietudes:
1.- ¿Impartirá este ilustrado señor un curso acelerado a quienes interpretarán su obra en el futuro? Opino que ello sería radicalmente positivo. El caso contrario nos sale muy caro, como demostró Cesgarden y otros flecos millonarios por Sant Lluís y alrededores.
2.- ¿Servirá su magisterio para que paren de disparar dardos contra hoteles rurales de lujo o contra la rehabilitación de boyeras y propiciará que se desvíe la diana hacia las delirantes rotondas y hacia los inexplicables bodrios que continúan apostando por la cutrez , o por el irracional acoso a la idiosincrasia y la belleza natural menorquina?.