En 1510 una plaga de ratas devoró los ricos viñedos de los campesinos de Autun, un pequeño poblado de la Borgoña francesa. La multitud enfurecida acudió al obispo de la diócesis, monseñor Juan Rohin, para que les ofreciera alguna solución. Después de meditarlo, el prelado decidió iniciar un juicio contra los roedores y, a tal efecto, les convocó ante un tribunal eclesiástico para que ofrecieran explicaciones de sus actos vandálicos. Como era de prever, los roedores desoyeron la citación y no se presentaron el día señalado para el juicio. Cuando los prelados le preguntaron al abogado defensor, Barthelemy de Chasseneuz, por qué sus clientes no habían comparecido, respondió que las ratas vivían dispersas en varios pueblos y, por tanto, debían expedirse numerosas citaciones para preservar su derecho de defensa. Los jueces aceptaron las alegaciones del letrado y ordenaron a los curas de la diócesis que leyeran los emplazamientos desde todos los púlpitos. Los esfuerzos, sin embargo, fueron en vano. Los testarudos roedores no comparecieron al segundo llamamiento. Barthelemy de Chasseneuz alegó entonces que sus clientes temían acudir ante el tribunal por el peligro a ser apresados por sus eternos enemigos, los gatos. Por tal razón, solicitó que los demandantes prestasen fianza que garantizase que sus clientes no se verían maltratados por el camino. Los campesinos se negaron a asegurar la vida de los roedores -¡cualquiera se fiaba de los gatos!- y la causa fue archivada.
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21/01/14 0:00
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