El viajero tiene de antiguo un compromiso con Segovia, con su historia, con sus gentes y con su gastronomía.
Por las callejuelas cargadas de historia de Segovia, huele a vino, a sopa castellana, a lechazo y a cochinillo recién horneado. Una cocina que sus maestros asadores, han convertido en una seña de identidad culinaria, única dentro del amplio y sensorial abanico del buen yantar de la buena mesa del centro de España.
Pero a esta ciudad castellana no sólo hay que venir a comer, que también. Si hay una ciudad que aconsejo ser paseada sin prisas, ésta es Segovia, que como pocas, tiene con qué dejar al viajero boquiabierto y admirado ante la monumentalidad del legado arquitectónico de los romanos en su singular acueducto. Para quien quiera saberlo, sepan que el acueducto tiene en su parte más alta 28 mts. y 162 arcos formados por sillares de granito sin argamasa. Con buen criterio, desde el año 1992, los coches ya no pueden pasar por debajo del imponente y singular monumento.
Tienen también las calles de Segovia, el testimonio en el monumento a Juan Bravo de esta España nuestra donde nos viene de antiguo lo de arreglar nuestras diferencias a bastonazos. Los bravos comuneros que pagaron con su vida la defensa de sus ideales, tienen el recuerdo de los segovianos.
Tiene también esta ciudad castellana, una iglesia donde el 13 de diciembre del año 1474, la ciudad de Segovia proclamó Reina de Castilla a Isabel La Católica. En la plaza de su imponente Catedral, tiene Antonio Machado su estatua, y por una callejuela adelante, llegó el caminante a los pies de su Alcázar donde no sabe de otro edificio de estas características, que tenga foso más profundo, y presumo por ello, que en su tiempo inexpugnable. El documento más antiguo sobre esta fortaleza data del siglo XII. Unos siglos más tarde, sus muros fueron reforzados para contener los impactos de la incipiente artillería de la época. Los Reyes de la dinastía de los Trastámara le dieron el boato y lujo a sus salones al estilo de los alcázares andaluces, pasando a ser de tal suerte, una fortaleza, un alcázar y un lujoso palacio a la vez.
Pero a Segovia también va el gastrónomo a disfrutar del buen yantar del Restaurante asador El Bernardino, donde siempre disfrutó con esa joya de la cocina segoviana que es el perfumado y rustido cochinillo.
Nos atendió con cordialidad afable y cercana Javier Álvarez Gómez, que dirige los salones del restaurante junto a su hermano J. Carlos, que es el maestro asador, el que tiene la delicada tarea de darle ese toque magistral y quebradizo a la piel de sus asados.
Javier nos sorprendió con una faceta que confieso ignoraba por completo. Resulta que pinta extraordinariamente bien, atreviéndose con el hiperrealismo a la altura de los mejores artistas del género. En los salones del restaurante, cuelga sus singulares obras, entre ellas algún trampantojo de magnífica factura (el trampantojo o "trompe l'oleil" en expresión francesa). Esta es una técnica usada por los hiperrealista que se pueden permitir el lujo de jugar con la perspectiva y otros efectos ópticos, con los que este restaurador de la gran gastronomía castellana me dejó tan gratamente sorprendido.
Un acierto almorzar en el Restaurante El Bernardino, de donde salí más que satisfecho; alimentado de cuerpo y de espíritu a la vez, algo que es francamente dificilísimo. Pero a los que nos gusta la gastronomía y la pintura, en el restaurante segoviano de El Bernardino, es una simbiosis posible y habitual.
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