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Cuando se lo preguntó, no podía ni tan siquiera adivinar lo trascendental de su respuesta…

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Había tenido suerte. Eso decían… Mucha suerte –insistían–. El relato de lo acecido se lo repetían, con inanes variantes, médicos y enfermeras. Una caída estúpida; una herida profunda; unas lesiones cerebrales importantes, aunque reversibles; una amnesia que pasaría… Había tenido suerte –decían, sí–. Pero Él se sentía como en una nada doliente, sin identidad, sin visitas, sin referencias, sin pasado, sin nombre, sin oficio, sin…

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Cuando se lo preguntó, no podía ni tan siquiera adivinar lo trascendental de su respuesta...

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Los días y las noches hospitalarias –sobre todo las noches– transcurrían con lentitud. Se obstinaba en recordar. A los dolores físicos unía los anímicos. ¿Quién sería? ¿Por qué nadie le visitaba? Las investigaciones sobre su identidad iban parejas en lentitud a los pasos hirientes de su recuperación. El hecho de que el suceso hubiera ocurrido en un país extranjero complicaba las cosas. ¿Dónde demonios habría ido a parar su documentación? Pensó seriamente en huir del centro, pero el dolor le hizo desistir. Hasta que su situación mejoró con la llegada de Ella. Pertenecía a una ONG destinada a visitar a enfermos solitarios, sin familia –le explicó a modo de presentación–. Desde aquel instante (ese en el que no le importó ya ni tan siquiera saber cómo carajo se llamaba) Ella fue su razón de ser. Con anhelo esperaba su presencia puntual, diaria… Cada tarde, a las cinco. De las iniciales conversaciones políticamente correctas (el tiempo, la crisis, el "famoseo"…) pasaron a otras, más íntimas, más resbaladizas, más intensas… Mientras, la pasión crecía en ambos. Él tenía poco que contar. Ella suplía sus tiempos. Al cabo de unas semanas, la mujer se desnudó anímicamente… Le vomitó que estaba casada, aunque desesperada, al borde del divorcio… Que el amor inicial se había ido trucando en rutina; la rutina en abulia; la abulia en silencios; los silencios en desesperación… Mientras la noche pugnaba por entrar en la habitación 504, acabó preguntándose ante Él por qué su marido había cambiado tanto… Cuando se despidieron Él adquirió la certeza de que Ella se había casado con un gilipuertas y la certeza, también, de que se había enamorado perdidamente…

Los días se fueron sucediendo unos a otros, mudándose en marco de una perfecta relación en la que ternura y pasión iban fuertemente cogidas de la mano… Un lunes, Ella llegó puntual a las cinco de la tarde, como siempre. Él, ajeno a su amnesia, le sugirió que cortara definitivamente con el capullo de su marido… Que se casara con Él… Ella se lo miró con enorme ternura. Le contestó que no era necesario… Ya lo habían hecho doce años atrás…