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Durante una reciente visita a Cerdeña, y con motivo de una avería en el motor del dingui del barco en que viajábamos, tuvimos que alquilar un coche para ir en busca de un taller. Conducía mi mujer. Una llamada telefónica la obligó a aparcar el coche de manera un tanto irregular y precipitada para atender el móvil. Paramos frente a una peluquería parcialmente subidos en la acera. Durante un buen rato (la conversación telefónica se prolongó unos minutos) mi mirada se cruzó con la de la única clienta de la peluquería (era un establecimiento monoplaza) y posteriormente con la mirada de la peluquera que trabajaba manipulando los cabellos de la dama a quien atendía. Ambas comentaron algo. Volvimos a mirarnos sostenidamente a los ojos. Mi hija pequeña, que viajaba en el asiento trasero, también fijó su mirada con interés en aquellas dos mujeres. Mi hija mayor no despegó ni sus ojos ni sus dedos del móvil, que emitía continuamente ruiditos de corte tecno.

¿Por qué les cuento esta chorrada? Buena pregunta. El caso es que la situación me produjo ya en ese momento un desasosiego de orden existencial: para que esta escena completamente irrelevante llegara a producirse fue necesario un cúmulo tan enorme de circunstancias arbitrarias concatenadas que sentí cierto vértigo al pensarlo. Y no hablo ya solo de la avería del motor o de la improbable llamada telefónica en el preciso momento, hablo de las combinaciones de genes que se debieron producir durante milenios (abuelos que conocieron a abuelas por mera casualidad, óvulos concretos que fueron fecundados por espermatozoides concretos entre millones, etc etc) para que se diera exactamente esa combinación de individuos que se encuentran en el mismo tiempo y en el mismo lugar solamente para intercambiar una mirada que no se repetirá jamás, y que ha necesitado para producirse una específica historia del universo desde la explosión primigenia (si es que fue este el comienzo de esta bella y confusa película que nos incluye como actores) hasta la llamada telefónica.

Lamentablemente, ese cúmulo quizás infinito de combinaciones azarosas ha producido otras situaciones menos irrelevantes que la descrita anteriormente: la historia del cosmos tal como ha sucedido hasta ahora ha producido una casualidad espantosa para todos nosotros; en España nacieron casi por la misma época dos individuos sobradamente mediocres pero, paradójicamente, provistos de grandes aspiraciones personales. Circunstancias de lo más arbitrarias les ayudaron a concebir la idea de que podrían aspirar a presidir el gobierno de su país. Acontecimientos increíbles hicieron posible que cumplieran su sueño. Los humanos que habitábamos el país por esas fechas ayudamos con nuestros votos a que se produjera el terrible milagro, tan impredecible en términos probabilísticos como inoportuno en términos prácticos.

Durante tres legislaturas por tanto, fruto de estos caprichos del azar, hemos sido gobernados por dos personajes que a pesar de ambicionar los puestos de máxima responsabilidad no tuvieron siquiera las luces suficientes para estudiar inglés por si las moscas. En su inconsistencia intelectual decidieron fiarlo todo, el uno (el de las cejas) a su sonrisa bobalicona y el otro (el de la barba) a jugar al escondite con la realidad (y de paso con los medios de comunicación). Tampoco consideraron oportuno preparase en economía. El de las cejas porque confiaba que coleguillas del partido le podrían asesorar al respecto llegado el caso (después tuvo la brillante idea de expulsar al único que conocía la materia porque no hacía juego con su ridículo optimismo). El de la barba, porque su sandez de serie incluía la convicción de que su mera aparición en el palacio de la Moncloa como inquilino bastaría para rendir a sus pies a los mercados.

Paralelamente, esta vez consecuencia de su inconsistencia moral, ni uno ni el otro se preocuparon en absoluto de que la justicia hiciera honor a su nombre, y no movieron un dedo para evitar que se llegara a la situación actual en que no habita cárcel alguna ni un solo imputado (o incluso condenado) por la grave corrupción que nos parasita, ni un solo euro robado o malversado devuelto a los corrales, ningún responsable del desaguisado (y los hay bien gordos) asumiendo responsabilidades. Como legado, una retahíla de palabras huecas, consignas de colegial y promesas incumplidas.

¡Joder con el Big Bang!